Cáceres en sus piedras

LA HIJA DEL QAID

 

El baluarte de los Pozos sobresale imponente del lienzo oriental de la muralla cacereña. Su marcado aspecto de fortaleza inexpugnable nos recuerda permanentemente que su misión, en el lejano siglo XII, era proteger los dos más preciados tesoros de Hizn Qazris: el alcázar que habían levantado en igual fecha los almohades y… ¡el agua! El arroyo de la Madre, la Ribera, de caudal por entonces generoso.

A los pies del baluarte, un peñasco le sirve de asiento sólido, el mismo que los leoneses decidieron utilizar, poco tiempo después, para embellecerlo con una capilla, bajo el nombre de su patrón, san Marcos. Según la tradición, en este lugar se ofició la primera misa tras la conquista cristiana de Cáceres, y aventuraríamos que allí también quedarían sellados sus Fueros.

Cerca del peñasco, una entrada nos recuerda otra tradición, pues antaño era conocida como cueva de la Mora, de la que se contaba que formaba parte de un formidable pasadizo. La más bella y conocida leyenda cacereña sitúa en estos lugares un romance que aún sigue embelesando al caminante, al visitante y al amante de las historias…

Se cuenta que tal fue el empeño que dedicó el rey de León Alfonso IX a conquistar Cáceres, que ésta recibió de sus súbditos el nombre de la Deseada. Muchos habían sido los intentos de conseguirla, y muchos los fracasos. El formidable muro levantado por los almohades era asombro tanto de defensores como de enemigos. Auxiliando la fe de los leoneses, un canónigo que empezaba a darse a conocer, Lucas el Tudense, quedó igualmente maravillado ante la extraordinaria cerca rojiza que rechazaba los continuos envites cristianos; años después, siendo obispo de la lejana Tuy, recordaba aún el oppidum fortissimum barbarorum, como gustó de llamar a aquella asombrosa fortaleza.

 

Con los reinos de Castilla al este, y de Portugal al oeste, así como las poderosas órdenes militares presionando su territorio, Alfonso IX quiso ser el rey que conquistase Cáceres, la Deseada, y con ella garantizar para su Reino un paso hacia el sur e ir ganando territorio a los musulmanes.

 

Su deseo llevó al monarca leonés, en el invierno de 1229, a un nuevo intento, con mayor número de hombres, pues a los suyos sumaba también castellanos, y con todos llegó ante la mismísima muralla de Hizn Qazris. En aquel año la gobernaba un formidable Qaid, de ánimo alto e inquebrantable, que a los requerimientos del enemigo no quiso rendir ni entregar su posesión… siquiera con el derramamiento de la última gota de sangre musulmana que la defendiera.

Alfonso IX, admirando el temple del almohade, a la vista del muro mandó acampar sus tropas alrededor, comenzando un asedio que evitase las numerosas vidas cristianas que se perderían de ofrecer directamente batalla. Sometería, de esta manera, las esperanzas moras de mantener en sus manos el preciado baluarte, y entraría en él victorioso cuando las fuerzas de los defensores fueran vencidas por la hambruna. Pero…

Días…

Semanas…

Meses enteros se sucedieron sin que los musulmanes ofrecieran noticias de flaqueza. Entre los cristianos comenzó a quebrar la paciencia y la fe en una victoria fácil, sometidas además a una vida a la intemperie y a los rigores de las frías noches invernales.

Cuentan las historias que Alfonso IX, sintiendo el desánimo de sus hombres e ignorando el de sus enemigos, envió cierta mañana una embajada con sus caballeros más leales para entrevistarse con el Qaid y solicitarle su rendición. El gobernador de la fortaleza despidió una vez más a los embajadores, con juramentos de fidelidad a su fe y a Miramamolín, el príncipe de los almohades, pues de la derrota dependía su reputación y su honor.

 

Miramamolín era el sobrenombre con el que en tierras cristianas se conocía al Califa de los almohades. Sería una transformación del título árabe de Amir al-Mu’minin, que vendría a significar Príncipe de los Creyentes. El Miramamolín de la historia sería Abu Zakariyya ‘Yahyá, octavo Califa de los almohades.

 

Yéndose de retirada ante el fracaso de su servicio, el capitán que comandaba la misión cruzó una fulgurante mirada con la hija del Qaid, presente en la reunión en compañía de su padre; y un fuego de pasión y deseo contenido ardió en el corazón de ambos, entretanto a su alrededor se escuchaban gritos de furia, desprecio y muerte.

Ignorando la prudencia y entereza que aconsejaba su posición, la mora mandó a una de sus fieles criadas que siguiera en secreto a los cristianos y, esperando la oscuridad de la noche, acudiera presta a la tienda del capitán, evitando ser vista y portadora de un enamorado mensaje.

– Acudid con mi aya a donde la Mansaborá, y de allí ella os sabrá conducir, sin nadie que os vea u os lo impida, a donde espero impaciente vuestra venida. Confiad.

Cuenta la tradición que había, desde tiempos árabes, un camino llamado Mansaborá, que avanzaba tortuoso entre los jardines y huertos cercanos a Hizn Qazris, aprovechando la tranquilidad y armonía que transmitía el arroyo que luego se llamaría de la Ribera. Por esta vereda, el Qaid disfrutaba de pasear y meditar en tiempos de paz, y al que desembocaba un largo y estrecho pasadizo que partía desde el Alcázar. Gustaba en ocasiones ir acompañado de su hija, y sólo a ella confiaba las llaves de la galería.

En la Mansaborá reveló la criada al capitán la entrada del pasadizo, oculta a los ojos infieles, haciendo prometer al cristiano que, por su honor, no lo utilizaría más que para acudir cuando deseara citarse con su señora. Juró el leonés, y esa noche entró en el inexpugnable Hizn Qazris, burlando la atenta guardia musulmana, llegando venturoso a los mismos jardines del palacio de su mortal enemigo, donde le esperaba su enamorada hija.

 

FOTO DE CABECERA: Baluarte de los Pozos visto desde el Olivar de la Judería.

FUENTE:

HINOJAL SANTOS, JOSÉ LUIS. Historias y leyendas de la vieja villa de Cáceres.

 

José Luis Hinojal Santos

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