Maitines, a media noche.
El silencio de los muros fue roto por las primeras oraciones que comenzaba a recitar el Guardián del convento, fray Bernardino. El resto de frailes asistían a este primer oficio de la jornada y repetían, dejando un suave y reverberante murmullo que se iba perdiendo en el eco, las frases litúrgicas de la regla franciscana.
Primo die, quo Trinitas
beata mundum condidit,
vel quo resurgens conditor
nos morte victa liberat.
(En este primer día en que la beatísima Trinidad crió el mundo, y en que resucitando el Creador, dejó la muerte vencida y a nosotros redimidos)
El Guardián había ganado buena fama de ser un predicador elegante, acompañando sus rezos, o cualquier prédica o conversación, con una voz que hipnotizaba por su dulzura a todo aquel que la escuchaba.

Fray Bernardino había nacido en los albores del siglo XVI en la villa de Cáceres, en el seno de la prolífica familia de los Ojalvo, en la colación de Santiago. Muchos le consideraban descendiente directo del pastor Gil Cordero, a quien le habló la antigua imagen de Nuestra Señora de Guadalupe, de ahí que pensaran que su origen era noble, no siendo claro este asunto.
En Bernardino afloraron pronto las virtudes por las que fue aclamado luego de santo, e igual su deseo de separarse del mundo y tomar el hábito franciscano. Ya fraile, fue destinado al convento de san Miguel de Plasencia.
Se decía que era tan dulce y persuasiva la voz del cacereño que quienes le escuchaban no lograban redimir las lágrimas que les asaltaban a sus ojos. Nombrado Guardián del convento, fray Bernardino de Cazeres, como fue conocido, oficiaba las liturgias de las horas, y en las ociosas del día, iba a pedir limosna a los pueblos cercanos.
El empleo o cargo de Guardián de un convento franciscano se asemejaba al de un prelado para dicho lugar. Sus funciones era la de guardar a sus hermanos escuchando sus confesiones y predicar en el territorio que tenía asignado cada cenobio para pedir limosna en los pueblos comprendidos en él.
Aquel día, recitaba con igual humildad las oraciones de Maitines.
Pulsis procul torporibus
surgamus omnes ocyus,
et nocte quaeramus Deum
Propheta sicut praecipit.
(Arrojando lejos el sueño, levantémonos velozmente, y busquemos aun de noche a Dios, según el Profeta nos lo ordena)
Entretanto avanzaba el oficio, surgidos desde las propias entrañas de la iglesia, debajo de las losas del suelo se oyeron tres fuertes golpes, que en el silencio reinante sonaron horrorosos, y a más de uno se le erizó la piel pensando que los mismos no podían provenir sino del mismo demonio. Los frailes se miraron entre sí con caras desencajadas y con ojos que parecieran salirse de sus cuencas, e hicieron ademán de salir del templo despavoridos, abandonando los Maitines.
Fray Bernardino de Cazeres, conservando la calma, intervino en tan dramático y espantoso momento, solicitando a sus hermanos una difícil calma, al menos hasta terminar, como mandaba la regla, los rezos de la hora canónica. Y así hicieron, con distinta gana y confianza, los desconcertados y espantados frailes, quienes al término del oficio pidieron al Guardián que les acompañase personalmente a cada uno a sus celdas y se cerciorase luego que los ruidos escuchados no eran de cosa diabólica.
Así lo hizo, y vuelto solo al oratorio buscó acomodo en el coro.
Puesto en oración, volvieron a sonar otros tres golpes, aún más terribles que los anteriores, a la vez que oyó una voz clara y sensible que, desde el cuerpo de la iglesia, le dijo:
– Padre Guardián: baje luego a uno de estos confesionarios.
El fraile dirigió la mirada hacia el lugar donde parecía provenir la voz, y vio cómo una losas del suelo se levantaban y salía del sepulcro que protegían un muerto, bastante demacrado pero con movimientos definidos. Reconoció el cadáver de un devoto muy amigo suyo en vida, cuya familia había solicitado tiempo atrás que fuera enterrado allí mismo, bajo el suelo del lugar en el que tantas veces había asistido a misa y había confesado sus pecados al propio fray Bernardino, en quien confiaba y tenía por santo varón.
El Guardián, ante la visión del espectro, arrojóse con la señal de la cruz, pero al tiempo se percató que era causa piadosa y no obra del diablo lo que le requería. Tomó entonces uno de los confesionarios y esperó. Hacia él dirigió pausadamente sus torpes pasos el difunto que, mediada la rejuela, le comunicó asuntos de su conciencia que no comulgó en vida por haberle sobrevenido sin esperas la muerte. Terminada la confesión y comulgado el pecado, el muerto volvió a la sepultura que le serviría de eterno descanso.
Ningún fraile conoció nunca la materia que motivó tan extraordinario asunto, pues fray Bernardino de Cazeres se guardó de ser sigiloso y respetuoso, y no se supo otra cosa que el habérsele aparecido el sujeto y no oírse más en la iglesia aquel estruendo que puso el pánico en el cuerpo de los franciscanos.
FUENTES:
HINOJAL SANTOS, JOSÉ LUIS. Magia y superstición en la vieja villa de Cáceres.
HURTADO PÉREZ, PUBLIO. Ayuntamiento y familias cacerenses.
JESÚS MARÍA, fray FRANCISCO DE. Crónicas de la provincia de san Diego en Andalucía de religiosos descalzos de N.P. san Francisco. Primera parte.
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