Esta es una historia con cadáveres. Ciertamente verídica, si bien habrán quienes pensarán y dirán que es imaginada, al menos en aquellos de sus extremos más extravagantes, los que acarician la incredulidad de los menos crédulos.
Sucedió en la villa de Cáceres, por 1813…
En aquel año, las calles aún conservaban el tradicional aspecto que las acompañaba desde el lejano medievo: barro, mal olor e inmundicias, focos de las seculares y endémicas enfermedades que, con tozuda regularidad, asolaban la villa por su falta de higiene. Apenas unas pocas estaban empedradas, y bastante mal por cierto; la calle Empedrada (hoy del General Ezponda) era emblemática en este sentido, y como fue la primera y la única durante bastante tiempo, recibió el conspicuo honor de llevar tal nombre. También contaban con el avance de la piedra aquellas otras por las que transcurría cada año la procesión del Corpus.
Unas y otras participaban de la costumbre (y necesidad) inveterada de verter en ellas las heces, los orines y toda clase de porquerías desde las casas, lo que las convertía en auténticos muladares.
– ¡Agua va…!
Era toda precaución. Y no poca.

Esta situación se veía acrecentada en el interior de las iglesias y conventos y en sus alrededores, pues aún seguían enterrándose a los muertos en los cementerios inmediatos a los templos, cuando no bajo el propio suelo de éstos. Y como no se guardaban las condiciones oportunas, el olor a putrefacción se fue convirtiendo, poco a poco, en un serio impedimento para asistir a las liturgias o pasar siquiera por las calles aledañas a los camposantos eclesiásticos, lo que unido a que éstos eran territorio por el que campaban, y escarbaban, a sus anchas perros y cerdos, motivó que finalmente se adoptase la decisión de buscar mejor y más saneado acomodo a los muertos en lugar alejado de la población, a las afueras. En la villa de Cáceres se ideó que fuera el sitio conocido como Cerca de los muertos.
En 1813, muchos pensaron que el nuevo cementerio se levantaría más pronto que tarde, auspiciado en medidas sanitarias que promovía la propia monarquía para toda España.
Es aquí donde la historia aprieta toda razón y se vuelve rocambolesca.
A los condenados a muerte y ajusticiados los solían enterrar en un terreno próximo al cementerio parroquial de la iglesia de Santiago llamado Corralito, fuera de sagrado, sin liturgias, sin publicidad y de cualquier modo que guardase un mínimo decoro. En ocasiones sin este mínimo. Los cadáveres de algunos de los malhechores, descuartizados o no, yacían expuestos, para socavar malas conciencias, enclavados a orillas de los caminos de entrada a la villa; otros, frecuentemente parricidas, eran arrojados y abandonados en los arroyos, encubados en un tonel junto a un gallo, un perro, una víbora y una mona.
Comoquiera que fuese, la plaza Mayor, en aquellos años llamada plaza de la Constitución, como era igualmente un depósito de barro e inmundicias que podía dar cobijo a cualquier materia insospechada o pestilente, algún prohombre de la villa pensó que era lugar oportuno para enterrar los restos de dos ahorcados recientemente a los pies de la torre de Bujaco.

Las lluvias, o el propio trasiego de gentes en lugar tan céntrico y popular, dieron ocasión a que las tierras cedieran lo suficiente para que los dos cadáveres, con el tiempo, asomaran sobre ellas sus pútridas carnes y lúgubre aspecto.
Como se habían dictado las primeras disposiciones locales para levantar lo que sería el cementerio de Nuestra Señora de la Montaña, alguien, en la convicción de que en breve estaría disponible el nuevo camposanto, mandó desenterrar los ahorcados y llevarlos, en cuanto fuera posible, donde no diesen mal olor y pudiera guardarse cierta decencia en tanto se habilitaba aquél.
Pero las disposiciones eran eso, primeros pasos, y no precisamente tomados al amparo de la urgencia que parecía demandar la situación descrita, que afectaba dramáticamente a la villa. Desenterrados, los muertos quedaron en la plaza a la espera de ser trasladados a lugar adecuado, mientras el debate seguía su curso. ¡Se olvidaron de ellos, o dónde llevarlos!
Y allí permanecieron los muertos, en la plaza de la Constitución.
Desenterrados…
Pudriéndose…
Apestando…
Espantando a cuantos por allí pasaban y miraban…
Suscitando, en el imaginario, leyendas de fantasmas y aparecidos…
Atrayendo a perros y cerdos.
ADDENDA.“…Creo que no dudarán ustedes que muriéndome yo, se muere mi mejor amigo, y por la misericordia de Dios desearía que eso se verificase siquiera de aquí a cien años. Como soy un mísero pecador, y tan temeroso de la muerte, cosa natural a toda criatura viviente, lo mismo es oír una campaña, ¡caramba!, que me pongo todo espeluznado pensando va a acometerme alguna maleza o cosa así: ello es que tiemblo como un azogado; y no deben ustedes extrañarlo a vista de las enfermedades que actualmente reinan en el pueblo, de cuyas resultas el hijo se queda sin padre, la mujer sin su marido, y el amigo sin su amigo.A mí me parece que mucha parte de estas enfermedades las ocasiona el ningún aseo y limpieza de las calles, pues, a la verdad, cada una de ellas parece una letrina o ygriega, proveniente de hallarse la mayor parte desempedradas; por cuya razón, el agua e inmundicia estancadas en ellas producen los miasmas pútridos que infectan y corrompen el aire, y de aquí el origen de muchos de los males que se padecen…”.Extracto de una carta firmada como C.C.C., enviada y publicada en el periódico editado por la Asociación de Cáceres en 1813.
FUENTES:
ASOCIACIÓN DE CÁCERES. Edición facsímil del periódico que editó durante 1813.
HINOJAL SANTOS, JOSÉ LUIS. Magia y superstición en la vieja villa de Cáceres.
HURTADO PÉREZ, PUBLIO. Recuerdos cacereños del siglo XIX.
RODRÍGUEZ SÁNCHEZ, ÁNGEL. Morir en Extremadura (la muerte en la horca a finales del Antiguo Régimen, 1792-1909).
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