Un frío día de enero de 1864 ardió una singular hoguera en el jardín de la casa palacio de los Ulloa, marqueses de Torreorgaz. Crepitaron las llamas tan rápida y alegremente, que el fuego consumió en pocos minutos su alimento, y al poco solo quedó un montón de cenizas, que unos criados recogieron y depositaron en un hoyo cercano que habían excavado, para allí enterrarlas donde el viento no las esparciera.
La antigua denominación de casa palacio de los Ulloa corresponde a la posterior de palacio de los marqueses de Torreorgaz, hoy Parador Nacional de Turismo, en la calle Ancha del Intramuro.
A su muerte, don Manuel de Aponte y Ortega-Montañés, séptimo marqués de Torreorgaz y cuarto de Camarena la Real, había dejado numerosos papeles y, entre ellos, un magnífico cofre de aceptable tamaño. Murió soltero y relativamente joven, con una bien ganada fama entre sus paisanos de haber sido un formidable conquistador, cuyas amantes se recordaban por cientos. Con este antecedente, su hermana doña María de las Mercedes, sospechando que sería una tarea desagradable para mujer de su alcurnia, solicitó a su marido, don Miguel Jalón Larragoiti, que fuera él quien buscara, entre el revoltijo, las llaves con las que abrir el arca y mirar su interior.
Tuvo intuición la señora. El solícito esposo, una vez las encontró, manipuló con ellas el mecanismo y pudo levantar al fin la tapa superior. Dentro guardaba el muerto, apiladas de cualquier manera, incontables cartas de amor, algunas sueltas, otras unidas por lazos; y todas mezcladas con lo que parecían pequeños estuches, al modo de relicarios, que contenían mechones de pelo. A juzgar por su aspecto, don Miguel no dudó que habían pertenecido a mujeres de toda condición y clase, fruto de los devaneos del mujeriego.

El fallecido, en vida contó con el favor de la naturaleza, con posición y dineros, y fue más que un notable seductor, en cuyos lances no dudó en pertrechar los más extraordinarios artificios y tretas si con ellos lograba rendir las más estrechas defensas del pudor y la honra femenina. Se contaba que, no obstante su pronta pérdida de interés en cuanto obtenía la prenda, dejaba gratos recuerdos de los encuentros, y prueba de ello era el contenido del cofre. Conquistas ocasionales, amantes en varios días, las más dejaron testimonio de sus momentos vividos con don Manuel.
Él lo guardaba todo celosamente, quizá por condescendencia, quizá como recuerdo,
…quizá como trofeos y garantía de su veracidad en conversaciones jactanciosas.
Su vida quedó, así, reflejada en un verso de las muchas poesías que compuso, aun no siendo tan diestro en este otro oficio:
Arrancaré las flores de sus tallos
Era un crápula con un carácter en extremo licencioso, dilapidador y extravagante. Muestra de su conducta es cierto episodio en que, estando en medio de una animada plática con unos amigos, les invitó a probar el más extraordinario queso que pudieran imaginarse, quedando todos invitados a la degustación al día siguiente. En la espera, reunió a todas las amas de cría que lactaban recién nacidos en Cáceres, mandando se ordeñasen en su presencia hasta que tuvo leche suficiente para fabricar un pequeño queso. Llegado el convite, cada comensal aprobó el alimento como excepcional y, al final, le preguntaron curiosos y expectantes sobre su procedencia, a lo que el marqués no dudó en decirles la verdad; una verdad que fue inmediatamente seguida de las náuseas y los vómitos incontrolados de los asistentes.
Volviendo a los papeles y cabellos, doña María de las Mercedes, que nunca tuvo en buena estima a su hermano, sus dispendios y su vida en general, ordenó escandalizada a su marido:
– ¡Quema todo! Ahí, en el jardín. Papeles inservibles, cartas y… lo otro.
– ¿Todo? – acertó a decir el maravillado don Miguel, cuya mirada, que oscilaba entre su mujer y el contenido del cofre, aún delataba el asombro.
– Que no quede rastro alguno. No quiero saber cuántas, no quiero saber nombres. Luego, las cenizas se entierran allí mismo.
Ardió pues la hoguera y perecieron cientos de citas anónimas, de deseos vanos, de esperanzas rotas.
Se quemó la vida del marqués…
Todo se difuminó entre las llamas y se enterró en el jardín, donde todos los años nacen y marchitan las flores que alimentan aquellas cenizas.
FUENTE:
HURTADO PÉREZ, PUBLIO. Ayuntamiento y familias cacerenses.
Añadir comentario