Sigue a Arrancaré las flores de sus tallos
La villa de Cáceres gozaba ya de alumbrado el verano de 1846. Al llegar la noche, los serenos, hasta cuatro, iban encendiendo el algodón empapado en aceite de los faroles que, sujetos a la pared con palomillas de hierro, se repartían solo por las plazas y las calles principales. La luz era suave e insuficiente, pero al menos permitía a los vecinos caminar sin muchos traspiés ni más cuidado. No faltaba el farol que se apagaba y permanecía el sitio a oscuras, en espera de la llegada del sereno con su escalera y aceite para reponer.
Con ellos, nadie esperaba que volvieran a repetirse pasados episodios con aullones, marimantas o espectros de pacotilla que suscitaran, hasta que se tuviera certeza del artificio, viejos miedos a fantasmas, relatos de seres encantados que pululaban por doquier en el recinto adentro de la muralla.

El susto fue, por tanto, mayúsculo cuando comenzaron a circular nuevas de que algo extraño sucedía por las calles intramuros. Decían haber visto algunas noches transitar un aparecido, de los de sábana, cadenas y vela. Ninguno de los informantes, cada cual añadiendo cosecha propia de dramatismo y efectos para atraer la curiosidad y atención de los oyentes, admitía haber permanecido ante el espectro el tiempo suficiente que permitiera adivinar la verdad que se ofrecía a su vista. Unos y otros tomaban, nada más verlo, las de Villadiego a toda prisa.
Cansado de tanta aparición nocturna y sospechosa, ajeno a los mitos y supersticiones del pueblo que alimentaban el miedo de sus paisanos, una noche se asentó en la esquina de una calle cercana a su casa un teniente coronel de alabarderos retirado, llamado Gabriel Corrales Mas. El militar sospechaba que su bella y joven hija, a la que tenía aún por doncella, pudiera ser el destino del extraño episodio, pues algunos ruidos había escuchado últimamente alrededor de la morada, a las horas descritas en los mentideros, que consideraba malos presagios para la honra y opinión que tenía de su retoño.
Así, vestido con todo el fasto que proporcionaba su viejo uniforme de carabinero de la Real Hacienda, acompañado de sable y pistola, esperó firme y paciente, mediando calle oscura sin faroles inoportunos a su pretensión, a que el espíritu diera noticia…
…para asegurarse de que lo era.
– ¡Alto! – gritó en cuanto vio la sábana apenas iluminada por la vela, abriéndose paso en la oscuridad.
Tomando la pistola, apuntó al marimanta allí donde se suponía debería haber una cabeza, amenazándole con pegarle un tiro si no descubría su secreto. No dudando de su advertencia y sus consecuencias, brotaron del disfraz unas manos, de carne y hueso, que arremangaron lentamente la tela, tras la cual se presentó a los ojos de don Gabriel,
…el mismísimo marqués de Torreorgaz, don Manuel de Aponte y Ortega-Montañés.
…quien, descubierto el engaño, confesó la audaz treta de seducir a la hija con él, haciendo efectivas las sospechas del viejo carabinero.
Seductor era, pero sobre todo un crápula poco dado a expresiones de hombría en otros terrenos que no fueran los del solaz retozo. Encañonada como estaba su cara y su estima, dio palabra de compensar al teniente coronel por haberle robado la doncellez de su más preciado tesoro. Le solicitó, en la angustia del momento, le permitiera repararlo con el matrimonio.
¡Buen partido era el séptimo marqués de Torreorgaz y cuarto de Camarena la Real!
Cesó la intimidación, y al día siguiente circuló la noticia por toda la villa. Comprometida su palabra, en privado y en público, el caballero no pudo menos que continuar con ella para salvar su honor.
Noble o crápula, la balanza se inclinó del lado del segundo. Estando la novia en el altar, con su precioso vestido plateado, y a su lado el satisfecho padre con el uniforme de gala de su antigua profesión,
esperaron…
esperaron…
Pero don Manuel no se presentó, provocando el hazmerreír colectivo por la nueva osadía del donjuán.
Don Gabriel Corrales Mas abandonó la iglesia clamando justicia, y de nuevo vestido con su viejo uniforme de carabinero de la Real Hacienda, se dirigió, acompañado otra vez de sable y pistola, a la casa palacio del marqués de Torreorgaz. Tronaban sus pasos por las calles de muros adentro de la vieja villa, realzando su vestimenta con una actitud marcial, con unas pocas condecoraciones bailando en la pechera de su añosa levita de azul turquí. Pareciera que toda una columna de carabineros le acompañaban en la empresa. Caminaba seguro, decidido, con la mirada fija y perdida en ningún lugar frente a él.
Donde esperaba encontró al ingrato.
Allí le retó a duelo para lavar la afrenta.
Allí aceptó el envite el aristócrata, encañonada como estaba de nuevo su cara.
Y allí acabó lo que se conoce de la historia, pues el duelo nunca se celebró. A la hora escogida, en el sitio pactado, el teniente coronel retirado del cuerpo de carabineros,
esperó…
esperó…
y quedó compuesto y sin rival, al no presentarse el marqués tampoco a esta cita.
FUENTE:
HINOJAL SANTOS, JOSÉ LUIS. Historias y leyendas de la vieja villa de Cáceres.
HINOJAL SANTOS, JOSÉ LUIS. Magia y superstición en la vieja villa de Cáceres.
HURTADO PÉREZ, PUBLIO. Ayuntamiento y familias cacerenses.
HURTADO PÉREZ, PUBLIO. Recuerdos cacereños del siglo XIX.
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