Cáceres en sus piedras

ENTRE LOS MUERTOS

 

– Per istam sanctam unctionem et suam piissimam misericordiam, indulgeat tibi Dominus quidquid per visum deliquisti.

Cuando pareció próxima la muerte de don Diego Cano de la Rocha, el sacerdote pronunció estas palabras en un idioma que no entendían los presentes, parientes del enfermo, según éste agonizaba de una grave enfermedad que le había llevado al fatal trance. Por esta santa unción y por su piadosísima misericordia, el Señor te perdone cuanto has cometido por la vista, eran su significado, y con ellas inició el viejo ritual del sacramento de la extremaunción.

 

Con su pulgar derecho, manchado de aceite de oliva bendecido por el obispo, trazaba una cruz sobre los párpados, para luego ungir de igual manera el resto de los órganos que alojaban los sentidos corporales, sucediéndose nariz, labios, orejas, manos y, por último, las plantas de los pies, limpiando de este modo los pecados que habían cometido la persona. Un sacristán sostenía a su lado una cruz de madera y entonaba los salmos que habían elegido la familia, observando cómo el párroco limpiaba cada lugar consagrado con un algodón nuevo cada uno de ellos, que luego iba depositando en un vaso limpio que llevarían, terminada la ceremonia, a la iglesia, para quemarlos y guardar las cenizas en un sumidero.

 

Al poco de acabar los latines y el ungido, don Diego quedó estático, sin exhalar aire alguno, y le tuvieron por muerto. Cubrieron, entonces, su rostro, en el que asomaba una mueca cadavérica, con una sábana y encendieron cirios en la habitación donde yacía el muerto. Desde la iglesia de san mateo, las campanas doblaron a muerto, extendiendo a los cuatro vientos el sonido de series de nueve toques lentos y seguidos que anunciaban la muerte de un feligrés.

Entretanto unos rezaban el responso y otros preparaban su entierro, a don Diego Cano de la Rocha, en el paroxismo de su estado, le invadió un profundo silencio alrededor suyo, y de la oscuridad en que estaba vino a él una luz radiante, que supuso un Dios dispuesto a juzgar y sentenciar la mala vida que había llevado, la cual apareció a sus ojos en una sucesión etérea y rápida de escenas que comenzaban en su impetuosa juventud. Sus padres, Diego Cano y Juana Argüello, no soportando por más tiempo las infamias y bajezas del natural temperamento de su hijo, que dieron que hablar mucho y mal en la villa de Cáceres, le enviaron a servir en las guerras de Flandes y luego en Italia, donde, en el colmo de su arrogancia, agravió a un oficial de tal manera que hubo de volver a su patria, mancillado su honor y el de su apellido. Su familia, para amansar su ánimo, le concertó matrimonio con la hija de un caballero de Badajoz de buena reputación, llamado Alonso de Hinojosa. Con ella tuvo varios hijos, y a todos ellos, finalmente, abandonó para continuar con su vil conducta, hasta que cayó gravemente enfermo y…

Estaba en la caja, envuelto en una mortaja de lienzo.

Muerto.

¿Muerto?

Del féretro se elevó, por encima del murmullo de las rezadoras, el sonido de unos suspiros, provocando de inicio gran espanto en los presentes, quienes al saber la feliz causa de ellos, comenzaron pronto todos a gritar y llorar por las cuatro paredes de la habitación, mezclando sus lágrimas con las de arrepentimiento que procedían de don Diego Cano de la Rocha, con la memoria viva de lo que había imaginado. Todos le creyeron resucitado de entre los muertos, mientras él narraba su experiencia en la muerte.

Recuperado, hizo firme propósito de vivir cristianamente.

Daba limosnas.

Ayunaba.

Visitaba la iglesia.

Oía muchas misas.

Con el tiempo tomó el hábito y la regla de la tercera orden de san Francisco, y fue buen fraile, muy apreciado. Siempre tuvo en sus oraciones presente la experiencia sufrida, y a su confesor contaba en ocasiones que algo le quedó de ella, pues…

…cuando rezaba por las noches en la iglesia de san Mateo, arrodillado frente al altar y arropado por la oscuridad y silencio circundantes, sufría una vívida ilusión, a cuya vista le temblaban las carnes y se erizaba la piel, tras la cual caía al suelo como muerto. De las losas del templo se levantaban difuntos, con aspecto demacrado e inmundo, que deambulaban por la nave central entre la bancada, profiriendo lastimeros quejidos que helaban la sangre, buscando consuelo y perdón por sus pecados, y en las paredes aparecían fuertes postes de los que colgaban sogas que sostenían por sus cuellos a ahorcados de miradas espantosas e implorantes.

Diego Cano de la Rocha murió el 15 de octubre de 1622 entre grandes actos de contrición.

 

FOTO DE CABECERA: Interior de la iglesia de san Mateo de Cáceres.

FUENTES:

HINOJAL SANTOS, JOSÉ LUIS. Magia y superstición en la vieja villa de Cáceres.

SANTA CRUZ, fray JOSEPH DE. Chronica de la Santa Provincia de San Miguel de la Orden de N. Seráfico Padre S. Francisco. 

 

José Luis Hinojal Santos

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