Cáceres en sus piedras

GARROTE PARA UN CURA I

 

Aquella mañana del viernes 18 de octubre de 1839 había nacido fría, con el cielo rasgado de nubes conservando entre ellas su azul intenso y algo de viento.

Una multitud venida de todos los rincones de la vieja villa de Cáceres iba copando desde primera hora los lados de las calles por las que en breve transitaría el anunciado paseo de la infamia del reo José Rodríguez; desde donde se hallaban las cárceles de la Real Audiencia de Extremadura hasta el cerro donde se alzaba aún el rollo de la villa, la columna de la vergüenza que había caído en desuso en los últimos años.

 

El rollo o picota de la villa de Cáceres se levantó durante el segundo cuarto del siglo XIX en la llamada Era de los Mártires, al final de las calles de Moros y de Barrionuevo. En 1846 debió trasladarse a las cercanías donde actualmente están las ruinas de la ermita de santo Vito, siendo causa de ello la construcción de la plaza de toros. Durante mucho tiempo se llamó al lugar cerro del Rollo, el mismo que fue considerado luego como idóneo para la ubicación del primer parque cacereño, el Paseo Alto.

 

El día anterior, miembros de la cofradía de la Piedad fueron puerta a puerta solicitando limosnas para cubrir los gastos que pudieran ocasionar las pocas comodidades que se ofrecían a los sentenciados a muerte en sus últimas horas.

 

Calle de san Benito

 

Se había generado una gran expectación, la mayor que conociera y conocería la vieja villa, por los hechos y condición del sentenciado a muerte. José Rodríguez era un clérigo de Calzadilla de los Barros. Se contaba que estando de oficios se enamoró de la mujer de un zapatero, perdiendo de tal manera la compostura que no dudó, pese a los hábitos que le obligaban a lo contrario, en cortejarla hasta que, finalmente, logró el premio de sus desvelos y sus bellas palabras. Obtuvo las pretendidas prendas de su magisterio como hombre… en más de una ocasión.

El juicio se le nubló por causa del demonio de la lujuria, y como le estorbara el marido, para dar más libertad a su secreto e ilícito contubernio, decidió darle muerte.

¡Y así lo hizo!

Fue buscado, capturado y sentenciado a morir en garrote noble.

 

Existían diferencias en la escenificación de las ejecuciones por garrote. Los condenados a garrote noble eran llevados al patíbulo montados en caballo ensillado; los de garrote ordinario iban en mula o caballo; y los de garrote vil en burro, sentados mirando hacia la grupa, o arrastrados. Era de garrote vil es la denominación que finalmente prevaleció para referirse en general a la muerte por garrote.

 

Los cofrades, mientras recogían los pocos dineros que cada cual podía y daba, no escatimaban en recordar las causas que habían llevado a aquel momento. Recaudaban más si ofrecían detalles, muchos de ellos escabrosos, algunos inventados e inverosímiles. Ello llevó a que el día de la ejecución de José Rodríguez congregara a toda la villa, abarrotando principalmente el sitio donde durante la noche se había levantado, por los carpinteros, un cadalso donde la maquinaria del garrote esperaba en alto, sobre todas las cabezas de los presentes, solitaria y paciente.

Las mujeres especialmente habían acudido más temprano de lo que solía ser la costumbre, para acceder a los mejores puestos, donde ver más de cerca al lujurioso cura. Circulaba el bulo de que el reo, tarde y torpemente arrepentido, había solicitado en vano al gobernador de la sala del Crimen que se alejara de su vista a las féminas, pues consideraba impío su sexo, causante de su perdición.

Aquella mañana del viernes 18 de octubre de 1839, José Rodríguez despertó de su difícil e intermitente sueño de la noche. Vestido con túnica blanca y asistido por dos miembros de la cofradía de la Piedad, comió su último desayuno, unos bizcochos que mojó en vino. Luego encendió un cigarro y esperó en la capilla de la cárcel.

– ¡Es la hora, señores! – dijo uno de los alguaciles de Corte.

Le ataron de pies y manos. Lo sacaron a la angosta calle de san Benito, que todo el mundo llamaba ya la calleja de la Cárcel, y le ayudaron a montar en un caballo, sujetas sus riendas por quien iba a ser su verdugo. No le pudo ver la cara. Nadie sabía quién era el verdugo, pues ocultaba su rostro bajo un capuchón negro.

Comenzó el paseo de la infamia de José Rodríguez…

Sigue leyendo

 

FUENTES:

HINOJAL SANTOS, JOSÉ LUIS. Historias y leyendas de la vieja villa de Cáceres.

HURTADO PÉREZ, PUBLIO. Recuerdos cacereños del siglo XIX.

RODRÍGUEZ SÁNCHEZ, ÁNGEL. Morir en Extremadura (la muerte en la horca a finales del Antiguo Régimen, 1792-1909).

 

José Luis Hinojal Santos

Añadir comentario

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.