Sigue a La muerte en garrote de un cura en Cáceres I
Del silencio y la humedad de la calleja de la Cárcel pasó a la calle Nidos, donde esperaban impacientes los primeros curiosos. El reo José Rodríguez escuchó los primeros insultos, su cara y la túnica blanca con la que le habían vestido para la ocasión recibieron las primeras mancas de barro y heces. Los más que asistían a la infamia, sin embargo, guardaban silencio y bajaban la cabeza al pasar la comitiva por su lado. Los alguaciles abriendo paso, el verdugo sujetando las riendas del caballo donde iba montado el asesino, el escribano de Cámara, una pequeña tropa de soldados por si se levantaba tumulto… formaban una trágica procesión de muerte.
Doblaron a la derecha para afrontar la larga y suave cuesta de la calle de Moros, dirección al cerro del Rollo. Más gente, más burlas. Algunas mujeres, en pleno éxtasis colectivo, levantaban a la vista del cura sus faldas en actitud impúdica gritándole obscenidades arropadas en la hilaridad. José Rodríguez desfallecía de tramo en tramo, no escuchaba el vocerío, una sensación de irrealidad se había apoderado de él, rezaba en lo que podía, apenas con conciencia de que lo hacía.
Pocos minutos antes de las once de la mañana, el caballo paró su trote a pocos metros del patíbulo. El día había oscurecido. Las nubes que empañaban el cielo poco a poco habían ido adquiriendo tonalidades oscuras, y en aquellos momentos amenazaba tormenta.
Bajaron a José Rodríguez de la montura y le colocaron a los pies de la escalera izquierda del cadalso, acompañado del verdugo y del sacerdote de la iglesia de Santiago. El primero le habló al oído: solicitaba su perdón por lo que en breve iba a hacer. El párroco dibujó con sus dedos la señal de la cruz sobre la cabeza del reo, ofreciéndole el perdón de los pecados y luego subió al tablado dispuesto por la escalera de la derecha, mientras el sentenciado y su ejecutor hacían lo propio por la otra.
El escribano de la sala del Crimen había terminado la exposición pública de la sentencia. Todo el mundo permanecía callado, expectante, intercambiando sus miradas entre la escena que se ofrecía y el cielo que de un instante a otro se derrumbaría en un mar de lluvia.

El verdugo sentó a José Rodríguez en el garrote y le puso un capuchón negro como el suyo, mientras escuchaban los débiles murmullos que salían de la boca del asesino a modo de rezos.
Pasó el aro metálico del mecanismo por el cuello, y otros tantos para sujetar manos y pies…
El hierro estaba frío, lo que apenas importaba para el convulsionante cuerpo…
El encapuchado oficiante de la ejecución esperó la orden, y cuando la tuvo desde una sencilla mirada del escribano, comenzó a girar la rueda del tornillo destinado a romper la médula espinal a la primera vuelta del torniquete.
Pero…
En el mismo momento de la manipulación, desde lo alto del cielo, entre las nubes tronó de tal manera que toda la asistencia se llevó un fenomenal susto. Y entre todos ellos el propio verdugo, quien en tan crítico trance el sobresalto le impidió rematar de forma acertada la sencilla y dramática operación que tenía encomendada.
Se sucedieron rápidamente, entonces, escenas poco imaginables en los minutos previos.
Al darse cuenta, el carnicero quiso reparar rápidamente el error, levantando precipitadamente el capuchón negro del que tenía por moribundo e introduciendo un panuelo en su boca, que lo mismo daba a esas alturas que muriera por garrote que por asfixia, con tal de salvar la maldita reputación de que era acreedor.
Con igual rapidez, apremiado por la tempestad de agua que había brotado en unos segundos, el escribano dio fe y testimonio como pudo y a gritos de la muerte del asesino José Rodríguez., dando por cumplida enteramente su sentencia a muerte.
Y todo el mundo desapareció en un decir “Jesús”…
…salvo, lógicamente, el cadáver del cura y el retén de cabo y soldados para su custodia. El muerto debía quedar, así lo obligaba las leyes, expuesto de tal manera hasta la tarde, en que le llevarían de retorno, esta vez al cementerio donde se enterraban los ajusticiados, el de la iglesia de Santiago, vestido del hábito de san Francisco a modo de mortaja.
Sucedió que, al cabo de unas horas, uno de los militares creyó que el muerto se movía y así se lo comunicó al cabo, que al cerciorarse que era cierto, dudó si rematarlo o dar parte, y temiendo que de optar por lo primero encontrara problemas, tomó el segundo criterio. Mandaron aviso y allí se personó, malditas las ganas suyas con el agua que caía, un médico, que certificó que lo que tenían por cadáver aún agarraba algo la vida.
¡Aquí es nada!
Regentes y alcaldes de la sala del Crimen de la Real Audiencia de Extremadura se reunieron de urgencia y no se pusieron de acuerdo sobre cómo proceder, si perdonar la vida al paciente o darle segundo garrote. A la par, una parte del pueblo veía en todo este asunto el fruto de la intervención divina.
Y mientras todos los absurdos inimaginables se cernían en las mentes de los vecinos de la vieja villa de Cáceres, finalmente el cura José Rodríguez, el asesino del marido de su amante, vino a apaciguar los ánimos muriendo sencillamente en el hospital al que habían llevado su malogrado cuerpo mientras aclaraban qué decisión tomar.
FUENTES:
HINOJAL SANTOS, JOSÉ LUIS. Historias y leyendas de la vieja villa de Cáceres.
HURTADO PÉREZ, PUBLIO. Recuerdos cacereños del siglo XIX.
RODRÍGUEZ SÁNCHEZ, ÁNGEL. Morir en Extremadura (la muerte en la horca a finales del Antiguo Régimen, 1792-1909).
Muy interesante todas las historias que cuentas un saludo desde Mataro' de un cacereño
Gracias Gemma.