Cáceres en sus piedras

LA CASA DEL DEMONIO

 

Hubo en Cáceres una casa así conocida durante buena parte del siglo XIX; estuvo maldecida pues se aseguraba que en ella habitaba el mismo diablo. Todo el mundo evitaba pasar por delante de su puerta, y aun así cada cual se persignaba a su sola vista.

A comienzos de aquella centuria, la que hoy es el número 16 de la calle Barrio Nuevo pertenecía a un matrimonio bien avenido, del que lo único que se conoce es que él se llamaba Cipriano, un señor de vida sencilla y hogareña que no daba pábulo a murmuraciones. Lo único en que sobresalía era en su trabajo de amanuense, estando al servicio de un tal Andrés Rega de san Juan, que regentaba un despacho de abogados no muy lejos en la misma calle.

Este estado de cosas cambió por los años veinte del decimonono. La mujer murió de unas viruelas negras, tras unos días de intenso sufrimiento en el que su cuerpo

‘ se cubrió de hematomas,

‘ de su piel brotaba sangre purulenta,

‘ los pulmones se encharcaron,

‘ perdió la razón

‘y al final el corazón, entre fuertes dolores y paroxismo, no aguantó.

 

La antigua casa del Demonio

 

El marido sobrevivió al mal, pero, al parecer, debió salir bastante maltrecho su carácter. Mudó su otrora apacible conducta por una tosca y libertina; se diría que sintió la necesidad de vivir al día sin importarle las consecuencias. Comenzó a frecuentar lugares de dudosa reputación y verse acompañado de gentes de baja estofa, protagonizando de este modo las conversaciones y maledicencias de los numerosos y encarnizados mentideros y tertulias locales.

En una de éstas, que se celebraba en la Sociedad Patriótica Cacereña, don Juan José García Carrasco, un burgués adinerado que actuaba como secretario de la misma y que años después llegaría a ser ministro de Hacienda con la reina Isabel II, escuchando con imperturbable y acentuado interés las andanzas del personaje de la boca de sus contertulios, acertó a decir:

– ¡Pues vamos a tener en él un segundo Fausto!

Lo que fue un comentario casual cautivó y encendió la imaginación de las gentes.

¡Fausto! ¡Quien vendió su alma al diablo!

Al tal Cipriano le pusieron, tras la inventiva, de apodo Fausto, y a nadie le cupo duda alguna de que, a la muerte de su esposa y tras los desvaríos sufridos por él mismo a causa de las malditas viruelas negras, había realizado

¡Un pacto con el demonio!

Se contaba que algunas noches celebraba en la dicha casa de la calle Barrio Nuevo aquelarres, idea que acrecentaba los extraños y fuertes ruidos que provenían de su interior. Se habían retirado de las paredes crucifijos y cualquier otro enser que hiciera alusión a virgen o santo alguno, y, en su lugar, bajo la chimenea se había pintado la imagen de un magnífico diablo ante la que se hacía apostasía y se celebraban todo género de oscuros conjuros. La locura en que le tenían los vecinos le llegaba al extremo de entablar formidables conversaciones con un gato negro que le acompañaba a todas partes y que levantó las sospechas de que no pudiera ser un felino, sino un disfraz de Satanás.

Así las cosas, Fausto cayó aún más en desgracia en la estrecha y torcida opinión de sus paisanos cacereños, pues aportaba, sin importarle un ardite siquiera, leña al fuego de los rumores, sucediéndose, por su obra, tropelías y barrabasadas con las que, según la opinión, pretendía ganar el favor de los infiernos. En la villa, la buena y cristiana gente evitaba su cercanía por tener la convicción de que estaba efectivamente maldito.

No hay pacto que dure sin que alguien reclame lo pactado. Una mala noche, bajo una fuerte tormenta, dicen que vieron salir de la chimenea de su casa una espectacular columna de espeso humo negro que se sobrepuso a la intensa lluvia y que al coger altura tomó la forma de un gato, para esfumarse lentamente entre aparatosos relámpagos y fuertes truenos. Cundió la sospecha, en cuanto al día siguiente circuló por la villa la noticia de la inesperada e inexplicable muerte de Fausto, de que la extraña emanación era, en realidad, el alma del condenado,

‘ que finalmente había demandado el demonio.

 

FUENTES:

HINOJAL SANTOS, JOSÉ LUIS. Magia y superstición en la vieja villa de Cáceres.

HURTADO PÉREZ, PUBLIO. Recuerdos cacereños del siglo XIX.

 

José Luis Hinojal Santos

6 comentario

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    • Gracias Ildefonso. Todo esto sucedió durante la primera mitad del siglo XIX, y es cierto que durante un tiempo la gente que pasaba delante de ella hacia el gesto de la higa o se persignaba. Luego se fue olvidando lo sucedido y el nombre popular de la casa quedó para el recuerdo.

    • Hola.Perdona la tardanza en responder.
      La señal de la higa era un gesto que se hacía con el brazo extendido, con el que principalmente se pretendía protegerse del mal de ojo, de personas que pudieran provocarlo, (tales como brujos-as, hechiceros-as, viejas, gitanas, personas con los ojos claros) o de la desgracia en general. Es una señal de protección muy antigua, que ya usaban los celtas y los íberos. Los primeros extendían el brazo, colocaban la mano cerrada en un puño y levantaban el dedo corazón hacia el cielo; un gesto que quedó popular más en el noroeste de España y por la zona de Inglaterra, siendo el más conocido porque todavía sigue usándose aunque como señal de desprecio.
      Los íberos, en cambio, también extendían el brazo, cerraban el puño, solo que hacían asomar el dedo pulgar entre el índice y el corazón. Este era más propio de la península al sur del Tajo, y quizá hasta el Duero. Este otro tipo ha perdido terreno con respecto al otro; pero todavía se usaba en el siglo XIX.
      Luego estaban los amuletos, hechos principalmente de madera y que representaban el puño de una mano.
      Un abrazo.
      José Luis Hinojal