Cáceres en sus piedras

EL DUELO DEL ARCO DEL CRISTO

 

Salió la Luna.

Encendieron la vela del farol.

Apenas emitía un aliento de luz en la oscura noche que rodeaba la puerta del Concejo, la antigua entrada romana de oriente de la muralla por la que horas después cruzarían las primeras aguadoras camino de la fuente y que ahora era una muda testigo de la soledad de las callejuelas que comunicaban con ella. El agudo canto de los kikas iba desapareciendo a medida que volvían a sus nidos, en los cercanos mechinales de los muros de mampostería.

Luego, silencio.

Soledad y silencio.

 

Hornacina del arco del Cristo

 

Dos jóvenes caballeros, ambos vestidos con jubón oscuro y calzas claras, se aproximaron entonces bajando la cuesta del Río, sin cruzarse palabra alguna, ensimismados en sus pensamientos y en por qué caminaban juntos aun separados por un cordel imaginario de odio. Llegados al arco pararon donde la luz del farol se hacía brevemente intensa y, por fin, enfrentaron sus caras y sus miradas. Se saludaron con fría cortesía y una áspera mueca en sus caras, reflejando la conjura a que les conminaba una rivalidad insalvable.

Se habían citado para solventarla de la única manera que entendían.

Desenvainaron sus espadas roperas, dispusieron sus cuerpos para la acometida y como movidos por un oscuro resorte, lanzaron en un mismo momento al aire los estoques, con el ánimo de herir de muerte al otro. En el silencio circundante, el filo y la fuerza del embiste produjo un sibilante sonido, como si el propio viento se apartara rápido ante la presencia de los dos colosos.

Tronó poderoso el primer choque del acero, expandiéndose el sonido y dejando un murmullo que reverberó entre las piedras. En ese instante,

‘ la vela del farol se apagó.

‘ Una capa de oscuridad envolvió de nuevo el lugar.

Sorprendidos y no pudiendo continuar sus pujantes ánimos, los jóvenes bajaron sus espadas. Siguieron unos segundo de intensa desazón y espera, al cabo de los cuales el cirio, sin que mediara razón, se encendió de improviso e iluminó la efigie del Cristo que presidía la puerta, desde la que irradió un círculo de luz alrededor de los caballeros.

Volvieron a blandir sus espadas roperas, disponiendo sus cuerpos para una nueva acometida. El oscuro resorte actuó y lanzaron otra vez al unísono las armas, con el deseo renacido de causar un golpe victorioso y letal. El conocido sibilante y rápido sonido quebró la mudez del ambiente, resonando con más fuerza que el anterior. Y en ese instante,

‘ la vela del farol de nuevo se apagó

‘ y la oscuridad volvió a invadir todo.

Los ojos del Cristo fueron los últimos en rendir la luz, intensos que parecían fijar una mirada de reproche en ambos combatientes.

Las puntas de ambos estoques tocaron el frío suelo, estupefactas… y quizá desanimadas. Las figuras quedaron inertes, mirando la hornacina mientras sus pensamientos recreaban el protagonista de su disputa.

Cada uno pensaba en su amada.

Cada uno pensaba a su manera en la misma mujer.

Una bella doncella se había cruzado en sus sueños, y los otrora amigos decidían esa noche un distinto destino para sus vidas. No mediaron palabras equívocas de la joven: no sospechaba siquiera que se disputaba un sinsentido por obtener de ella esperanzadoras promesas de futuro. Pero su cara, su cuerpo, su posición, eran ese oscuro resorte que movía el ánimo de los dos pretendientes.

Con estos pensamientos,

‘ el odio renació;

‘ la luz brotó acto seguido para alumbrar el odio;

‘ las espadas se levantaron con violencia para dar voz al odio.

 

 

El tercer cruce de los aceros dejó tras sí unas chispas delatoras del ardor de los sentimientos. Al apagarse por tercera vez el farol, las centellas fueron cayendo lentas y ondulantes a las piedras del suelo, para allí desaparecer rápidamente como vestigios invisibles del duelo de dos incontenidas pasiones. Solo los ojos del Cristo parecían brillar en la oscura noche.

¡Los jóvenes entendieron!

De la hornacina, sus miradas se dirigieron a los ojos del rival y quedaron enfrentadas. No había odio, no habían muecas marcadas en sus caras. Deshicieron el altercado y con fría decisión enfundaron sus espadas roperas, compusieron sus jubones para recuperar la presencia y desanduvieron juntos la cuesta del Río, sin cruzar palabra alguna, sabedores de adónde les llevaban sus pasos.

¡La dama elegiría en lugar de la sangre!

Llegaron a la proximidad del palacio donde vivía ella. Pero al acercarse, por la ventana de sus aposentos irradió una inesperada y tenue luz que iluminó el dulce y apasionado beso de despedida conque la doncella obsequiaba a un tercer rival desconocido, quien bajó ágilmente por una cuerda sujeta al alféizar del vano.

Los otrora amigos entendieron. Se miraron y se dieron la mano. Renació su amistad y cruzaron palabras con las que, de nuevo, se conjuraron.

¡No a muerte!

Decidieron que, en adelante, no faltaría luz que noche tras noche iluminara la imagen del Cristo que presidía la puerta del Río.

La puerta del Río fue uno de los nombres populares por los que se conoció esta entrada de origen romano de la muralla de Cáceres, la más importante hasta el siglo XV. A ella se bajaba por la cuesta del Río, hoy cuesta del Marqués. Al bello y sencillo arco se lo conoció igualmente como puerta del Concejo, pues en sus cercanías se hallaba (y halla) las fuentes del Concejo, principales de la villa; y arco del Cristo, denominación por la que es más nombrada en la actualidad, por el cuadro que preside lo alto del intradós de la puerta, y que en siglos pasados era iluminado por un farol cuyos engranajes aún perviven.

 

FUENTES:

GARCÍA GONZÁLEZ, CÉSAR. Leyendas medievales.

HINOJAL SANTOS, JOSÉ LUIS. Historias y leyendas de la vieja villa de Cáceres

 

José Luis Hinojal Santos

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