– ¡Madres!, ¿no ven a nuestra abadesa difunta? Pues yo la estoy viendo, que quiere entrar en el Coro…
Todas las hermanas interrumpieron, tras estas precipitadas y sonoras palabras, sus oraciones del Oficio Divino y miraron al lugar que señalaba la mirada y el dedo índice de sor Francisca de san Joseph. Al poco, ésta cayó desmayada del espanto.
Nadie de la comunidad acertó a ver la aparición, pero todas confiaban en la palabra y buen juicio de quien estaba tendida inconsciente en el suelo, con la tez lívida e inexpresiva. Sor Francisca era de buena familia, hermana de la nueva prelada del convento, Leonor de san Ignacio, de igual prudente y maduro acuerdo, y del comisario del Santo Oficio, Juan Solano de Figueroa, de mucha erudición y letras.

Vuelta del desmayo, un grupo la rodeaba paciente y expectante, formando un círculo de murmullos protagonizados por la anciana madre Ana de la Natividad, que susurraba a las demás que algunas noches había sido visitada y lastimada por el propio demonio. Todas esperaban su recuperación para oír de su boca noticias de lo sucedido minutos atrás.
Francisca de san Joseph no se hizo rogar. Durante el Oficio Divino, mientras la maestra de novicias Catalina del Espíritu Santo recitaba las divinas alabanzas, había visto durante el rezo asomar el cuerpo de la difunta a la puerta del mismo Coro del pequeño templo. Sostenía en sus manos un chapín, y haciendo demostraciones de gran sentimiento, lo arrojó de sí con notable violencia.
Durante la Edad Media y los siglos XVI y XVII, sobre el zapato las mujeres de posibles se colocaban el chapín, de madera o corcho, que solía medir unos 10 cm de altura, para proteger el calzado de piel al salir a las sucias y fangosas calles. Su función era evitar que las ropas arrastrasen. Con el tiempo fue signo de distinción, de riqueza y de poder, pues comenzaron a forrarse con tela y adornarse con piedras preciosas e hilos de oro y plata. Podríamos decir que sería el antecedente lejano de los modernos zapatos de tacón.Tomado del “El blog de Mónica López”.
Y todas recordaron, cada una a su manera, la historia.
El convento de descalzas de la Purísima Concepción de la villa de Cáceres había sido fundado por disposición testamentaria de don Juan Durán de Figueroa, que amén de rentas dispuso que entrasen religiosas de probada nobleza y limpieza de sangre. El edificio estuvo dispuesto en 1616, y para dotarlo de una primera población vinieron tres monjas de un convento de la villa de Oropesa, muy avenidas en sangre linajuda y en espíritu y virtudes humildes. Llamáronse, en su renuncia al siglo, Catalina de Santiago, Mariana de la Concepción e Isabel de san Antonio.
Estando ellas tres solas en la amplitud de la casa, tomaron acuerdo de adoptar la descalcez en su ministerio, sometiéndose a una rígida disciplina de oraciones, colocándose ásperos cilicios en su cuerpo y practicando ayunos de mucha mortificación.
Pero en poco tiempo entró una cuarta hermana fundadora, de carácter más del mundo, de familia muy cercana al obispo de Coria, don Pedro de Carvajal Girón de Loaysa, si bien más forastera que las de Oropesa. Con el favor del prelado, su valedor, se erigió en abadesa y como tal quiso mitigar la práctica de la regla emprendida por sus compañeras, quienes al punto se opusieron.
La electa era aficionada, afín a la sangre noble de sus venas, a llevar chapines, unos calzados de amplia suela del gusto mozárabe, que en la época se consideraban de mucho lucimiento porque dotaba de mayor altura a las mujeres e impedían, cuando paseaban por las sucias calles, que sus vestidos se embarrasen. Eran incómodos por demás, pues obligaban a caminar en pequeños pasos, muy lentamente, si bien se impusieron entre las clases pudientes como prenda de distinción.

Estos deseos de la nueva abadesa chocaron con los muy austeros de sus compañeras, a las que no importaba el frío y húmedo suelo del convento pues con ello sentían más acertado su servicio a Dios. Finalmente, las fundadoras hubieron de ceder, por la obediencia debida a su superiora y por el predicamento y disposición que tenía ésta del obispo. Así, durante maitines a media noche y prima una hora antes del día, acudían a sus rezos sobre los chapines, no sin dolor de sus corazones y de su propio cuerpo, pues además del lustre improcedente, se unían las penalidades que debían sufrir caminando incómoda y dolorosamente de sus celdas hacia el Coro.
El cargo, y con él la disposición de llevar dicho calzado, duró los tres años de mandato de la abadesa, y al acabar el trienio, sobrevino la desgracia, pues con su término
‘ aconteció igualmente su muerte.
Y más no se supo de los chapines, pues nadie, por humildad y por el sufrimiento que propinaban, quiso continuar el consejo de la fallecida. Pero en todas quedó mala conciencia. Con la visión de la hermana Francisca de san Joseph, convinieron con gran conformidad en que se tuviese definitivamente por reprobado el uso de tal calzado, celebrando el gesto del espectro de renunciar a ellos, quizá siguiendo la conseja del Padre, a cuyo lado ya estaba la muerta.
‘ Y así lo ejecutaron
‘ con la estrecha vigilancia del espectro de la antigua abadesa.
Durante todo el tiempo en que el convento de la Concepción tuvo vida monacal, fueron muchas las monjas que vieron en distintos momentos su fantasma, sentado entre las inmundicias y basuras de la casa.
FUENTES:
ESCALÓN, ALONSO DE. Historia miscelánea de la vida de la madre sor Juana de la Madre de Dios, religiosa en el convento de descalzas de la Purísima Concepción en la villa de Cáceres, diócesis de Coria.
HINOJAL SANTOS, JOSÉ LUIS. Magia y superstición en la vieja villa de Cáceres.
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