¡Maldita!
Inés la endemoniada.
Al párroco de la iglesia de santa Marta, en Salvaleón, Blas Francisco Marín, le habían avisado días atrás que traían a Inés Panduro presa de un demonio, desde la villa de Cáceres donde vivía con su hermana Isabel y su cuñado, un herrero cacereño llamado Lesmes. En la espera, mientras se preparaba para el ritual, rememoró haber bautizado, dieciséis años atrás, a la segunda de las hijas de Juan Panduro e Inés Fernández, y recordaba igualmente su desgraciada infancia.

En cuanto llegó la comitiva, la recibió y luego cerró las puertas del templo, a pesar de que era hora discreta a la curiosidad del pueblo, para que no hubiera ningún inoportuno en la ceremonia que los parientes y él iban a iniciar de inmediato. Tenía de nuevo ante sus ojos, como aquel veintisiete de octubre de 1817 en que la bautizó y le puso los santos óleos pocos días después de nacer, a Inés Panduro, lozana en edad y maltrecho su aspecto,
‘ convulsionando en el suelo del altar de la iglesia,
‘ desaliñada,
‘ sucia,
‘ escupiendo y vomitando,
‘ atada y sujeta con fuerza por su tío José y el marido de su hermana, el tal Lesmes, mientras pronunciaba sonoras e hirientes palabras, resonando de blasfemias los desacostumbrados muros de la espaciosa iglesia.
Don Blas apenas pudo articular en alto las palabras iniciales del ritual que aparecía en el libro, un manual de curas que acababa de desempolvar de los estantes de la sacristía. El propio obispo, el decrépito y polémico Mateo Delgado, enterado del asunto y quizá pensando en otros de más alto Estado, luego de autorizarle le había comunicado qué partes leer, y cómo burlar los engaños del demonio,
‘que tenía ahora frente a sí. El cuerpo aquel se agitaba horriblemente, no parecía criatura humana.
Vestido con la sobrepelliz de lino sobre el hábito, colgando sobre ella una estola morada, la cruz en una mano y el agua que bendijo el último domingo en la otra, comenzó el ritual. Lo hacía por primera, y quizá única, vez en su vida, maravillado y asustado ante la vista de la energúmena… aquella medio niña medio mujer que retorcía aún más su cuerpo mientras recibía las gotas de agua bendita que le arrojaba tras cada oración.
– Exorciso te, immundissime spiritus, omnis incursio adversarii, omne phantasma, omnis legio, in nomine Domini nostri Jesu Christi… – enfatizó cada frase. Solo él, del grupo, entendía su significado y la dureza que albergaba tras el latín: “Yo te exorcizo, espíritu inmundo, toda incursión del adversario, todo espectro, toda legión, en el nombre de nuestro señor Jesucristo”.
El tío José cruzaba sus desorbitados ojos con los de su mujer, Josefa Cerro. Ambos recordaban la difícil y dolorosa muerte de los padres de Inés Panduro, cuando aún se hallaba en corta edad. La habían adoptado, junto a su hermana, y criado como a una hija; hija familiar de ellos, decían las anotaciones. Y luego, Isabel, la mayor, la había llevado consigo a Cáceres, cuando se casó con el tal Lesmes, al que apenas conocían y con quien compartía su vida en aquella lejana villa. Desde entonces no la veían, ni sabían de Inés.
Pero era sangre de su sangre, digna de compasión.
– Erradicare et effugare ab hoc plasmata Dei – “Despréndete y huye de esta criatura de Dios”. Continuaba con firmeza el sacerdote, helada su sangre ante la visión.
Inés Panduro,
‘ la maldecida.
Los ojos se volvieron trocados y terribles, y de su boca sólo salían extraños sonidos e injurias a los que le asistían, blasfemando contra Dios y los Santos.
Añadir comentario