La torre Juradera de Espaderos se alza airosa e imponente junto a la antigua y desaparecida puerta norte del amurallado cacereño, llamada indistintamente de Coria o del Socorro. Luce cerradas troneras, matacán esquinado y un bello ajimez, que invita a la imaginación de recrear el orgullo de la poderosa y abigarrada nobleza local, sus lejanas luchas de poder y, por qué no, también prohibidos amores que suscitaron tragedias que aún se recuerdan en los romances, como el que nos ocupa.
Eran tiempos en que la muy leal y noble villa de Cáceres se hallaba sumida en crueles y fratricidas luchas de banderías, en las que el honor y el coraje eran las monedas más preciadas por sus caballeros. Sólo la llamada del Rey, para conquistar nuevos territorios al musulmán, o el ataque de un enemigo común, ya fuera el agareno o el portugués, los hermanaba y traía momentos de paz y silencio a unas calles bañadas en sangre de criados y pecheros partidarios de los llamados bando de Arriba y bando de Abajo.
En uno de estos momentos de tregua de la levantisca nobleza, se cuenta que un altivo caballero, encopetado en el arte de la guerra, con fama de excelente mílite y muy preciado de sí mismo, preparando un torneo al que había sido invitado por el monarca castellano Enrique IV, contrató los servicios de un joven espadero con buenas dotes en este oficio y del gusto y respeto de ambos bandos. Su interés no era otro que acompañar su ganada fama arropado de las más bellas y magníficas armas conque asombrar a la Corte y caballeros presentes en las justas, pues atributo suyo era también la arrogancia.
Viudo como era, su otra pasión descansaba en su única hija, bella doncella que prometía provechoso enlace para engrandecer su posición, y a la que mantenía apartada del bullicio de la época tras los fuertes muros del palacio que la cobijaba, con la sola compañía de una criada. La única atracción que le permitía su claustro se la brindaba el bello ajimez de la torre, pasando sus mejores horas mirando desde él lo que de suceder hubiera en las angostas calles que circundaban la iglesia de Santiago, aprovechándose de la discreción que le proporcionaba la celosía que protegía el vano de los ojos curiosos de las gentes que iban y venían.
En los numerosos enfrentamientos contra los del otro bando, los compañeros de armas del padre accedían a la casa y cruzaban patios y habitaciones para reunirse y batallar desde la torre, bien situada en una encrucijada de calles en el norte de la villa. Los caballeros tenían la oportunidad así de admirar, siquiera breves momentos, los progresos en lozanía y belleza de la hija, que adivinaban en fugaces miradas o encuentros causales.
Ganó la doncella, con estos episodios, justos comentarios de ser de las más hermosas que en Cáceres hubiera, premio que el padre guardaba celosamente para quién por posición y riquezas más le conviniere.
Pese a ello, el amor se presentó de forma inesperada, ignorante de otros usos y provechos, como los que pretendía el poderoso señor. El encierro a que obligaba a su hija, confinándola a una vida de infortunio y sin esperanza, se convirtió en un valioso aliado. Pues suponiendo que dentro de la casa y con su custodia, su tesoro estaría a salvo de cualquier tentación y de todo artificio que lo echara a perder contra sus deseos, el noble no tomó conciencia de que precisamente él había facilitado que viajasen por sus estancias libremente los dardos de la pasión.
El corazón de la joven empezó a suspirar por el espadero, que todos los días acudía presto a trabajar en la fábrica de espada, puñal y lanza que enorgullecieran al caballero. Poco conocía de la existencia de la hija, si no adivinando su silueta tras las celosías, ansioso, no obstante, de saber si eran ciertas las canciones que sobre su beldad y reclusión se cantaban en la villa.
Llegó el gran día de las justas organizadas por el rey castellano para su entretenimiento, y a ellas acudió con sus mejores galas lo más granado de la nobleza del reino, y, entre ella, el cacereño. A la Corte llevó consigo un numeroso séquito, entre los que destacaba su hija, y que también contaba con el espadero, como ayuda de cámara.
Durante el torneo, deslumbró a todos con su destreza en los juegos de cañas, ganando la admiración del rey y del resto de la nobleza que igualmente había acudido a la llamada real.
Presente en los espectáculos, la hija ganó igualmente una sentida y admirada aclamación unánime a su delicada belleza, siendo agasajada por muchos caballeros, henchido el dueño de su destino por la solicitud y homenajes recibidos.
Ensoberbecido por la próspera jornada, accedió a la petición del monarca para iniciar una nueva operación contra los nazaríes. Deseoso de entrar en acción, dejó a la doncella al cuidado del espadero en su regreso, junto al resto del séquito, a Cáceres, sin pensar siquiera que hubiera peligro en ello, depositada su confianza en quien, con su buen oficio, había sido un buen artífice de su gloria.
Mas sucedió en el camino que, aligerados de la estrecha vigilancia paterna, mediaron bellas palabras entre los jóvenes, y, sin otro cuidado, se entregaron al amor que sentían. La pasión no entiende de lugares y tiempos, y el romance, sin que ellos se apercibieran, fue causa de retrasos en el viaje de vuelta.
Y lo que era dicha infinita trocó en tragedia.
El padre, terminada con éxito la breve cruzada, tornó camino a su hogar. Divisando, desde la lejanía, las torres de la villa imprimiendo su recia y grandiosa línea en el horizonte, se extrañó de dar alcance al séquito que debería haber llegado muchas jornadas atrás a su destino, y que, sin embargo, yacía varado y ocioso aún a varias millas. Sorprendió a los amantes en palabras de amor y de futuro, y, montado en cólera, apresó al espadero y lo condujo, tan pronto le fue posible, a las mazmorras de su palacio.
Enloquecido por el ultraje, le sometió a un cruel tormento, empleando todas las prácticas de tortura que se le antojaban para que confesase el alcance de la seducción, a lo que sólo obtenía la misma respuesta: la honra de su hija había sido respetada. En su enajenación, el señor hacía caso omiso y redoblaba los esfuerzos en su infame dedicación.
Se cuenta que la joven pudo por fin acceder, en un descuido del padre y de los criados que le auxiliaban en la cruel tarea, a la mazmorra donde agonizaba el espadero y alcanzó a recoger su último suspiro abrazada al mutilado cuerpo de su amante, quien viéndola, antes de morir le dedicó una sonrisa.
¡Tanto dolor le produjo la horrible tragedia en que había acabado su amor, que en el abrazo también ella murió de pena!
Enterados del fatal desenlace, hubo caballeros que dieron muerte al delirante padre, y para eterno recuerdo de esta historia, el propio rey ordenó demoler el palacio…
La torre sigue alzándose al cielo y ya pocos recuerdan que, en sus entrañas, yacen los que por amor murieron, y según la tradición, en las noches de plenilunio entonan los amantes su eterna canción de enamorados.
El palacio de los Cáceres Andrada se levantó a finales del siglo XIII. En un momento de la historia, desapareció, quedando sólo en pie la torre. El espacio fue ocupado durante siglos por casas humildes y populares hasta que, entrado el pasado siglo XX, éstas fueron demolidas y el solar allanado y habilitado para aparcamiento. Hace unas décadas se construyó en este espacio el actual Archivo Histórico Provincial, con polémica incluida por su poco afortunada arquitectura.
FOTO DE CABECERA: Torre de los Cáceres-Andrada o Juradera de Espaderos.
ARIAS CORRALES, JUAN. Cuatro leyendas cacereñas.
HINOJAL SANTOS, JOSÉ LUIS. Historias y leyendas de la vieja villa de Cáceres.
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