Cáceres en sus piedras

VELERAS, REZADORAS Y LLORONAS

 

Cuando alguien fallecía en la vieja villa de Cáceres, sonaban toques de agonía en las campanas de las iglesias.

‘ Para los hombres, siete;

‘ para las mujeres, cinco.

Que en la muerte también se hacían distingos.

Algunos auguraban el final de sus vidas o de alguien próximo con cierta antelación, si sabían interpretar adecuadamente las creencias populares y los signos que, según ellas, las suscitaban, pues hasta comienzos del siglo pasado se pensaba que cuando durante las noches aullaban sin motivo los perros o se escuchaban los resoplidos de alguna lechuza, presagiaban la muerte de una persona.

Había mucha mortandad en recién nacidos, y para ellos no sonaban las campanas, no había toques de agonía. Para sortearla, existió antaño la costumbre de solicitar, para un feliz parto, la mediación de nuestra señora de la Paz, cuyo cuadro se exhibía en un rincón de la plaza Mayor, en el portal de los Escribanos, motivo éste por lo que era más conocida como virgen de las Paridas o del Parto. Delante del lienzo había una barra de hierro con salientes puntiagudos, y en ellos las familias colgaban velas, las mantenían encendidas día y noche y, en horas señaladas, se arrodillaban ante la imagen y rezaban alguna oración.

Aun así, muchos morían…

A finales del siglo XVIII, se enterraban en un pequeño cementerio cercano a la ermita de santa Ana, en la sierra de los Alcores, un lugar que consideraban mágico, regado de forma explosiva cada siete años por la Fuente Santa.

Al muerto se cuidaban de cerrarle los ojos, para que en su tránsito…

¡no llamara y se llevara a alguno de los presentes en el velatorio…!

Luego se le amortajaba utilizando una sábana blanca, y de esta tarea, en ausencia de pariente que se prestara a ello, se ocupaban las veleras, mujeres que, además, encendían hasta cuatro cirios en la habitación del difunto y procuraban que no se apagaran en ningún instante. Se persignaban cuantas veces fuera necesario si las luces de las velas chisporroteaban y bailaban en exceso, debido a que si así sucedía era porque el muerto había dejado muchos asuntos pendientes en el mundo, y se encontraba dando cuenta a Dios de sus muchos pecados.

¡Ay si un cuervo rondaba en esa hora la casa y se posaba en el tejado o en el alféizar de una ventana…! Todos se convencían entonces que eran tantos aquellos pecados,

‘ que el finado había sido condenado.

Junto a las veleras, otras, las llamadas rezadoras, recitaban, con buen acuerdo en un incansable y continuo murmullo, oraciones, hasta que el cadáver, introducido en una caja de madera, era llevado a la iglesia de turno para la misa de difuntos. Tras un responso, el ataúd era salpicado con agua bendita y conducido al cementerio… O cementerios, pues, hasta que en 1844 se abre el de Nuestra Señora de la Montaña, existieron cuatro alineados en los alrededores de las parroquias, más alguno en la cuenta a la sombra de ermitas y conventos.

Tras la liturgia, el cortejo trasladaba la caja por un breve camino que seguía la comitiva, un paseo que se llamaba, por tal motivo, de la Amargura. Hay aún una calle en Cáceres, en el ábside de la iglesia de santa María, que recuerda este itinerario fúnebre, en el que, si retrocedemos unos doscientos y algo de años, asistiríamos a lo que en la época terminó por convertirse en un esperpento que no gustaba a la Iglesia, terminando por condenar su uso desde los púlpitos:

¡El cortejo de las lloronas!

Eran mujeres ajenas a la familia del muerto, que esperaban a la salida del templo para acompañar durante el paseo de la Amargura, si bien con un extraordinario vocerío,

‘ a cual grito más exagerado y punzante,

‘ de su interior surgía un inconmensurable desgarro;

‘ se tiraban desesperadamente del cabello, que en sus manos quedaban algunas veces matas de pelo, de la fuerza que empleaban en la extravagancia;

‘ se propinaban fuertes golpes en el pecho y en la cara;

‘ tiraban de sus ropas, hasta hacer añicos parte de ellas.

Todos los presentes quedaban asombrados por las escenas de dolor incontenido de las lloronas, que siquiera conocieron en vida al muerto y que, en cuanto la triste comitiva cruzaba las puertas del camposanto, a la vista de la calavera que coronándolas había en cada una de ellas, se iban a sus casas,

‘ ¡con el deber cumplido!

 

“Que por quanto nos hemos informado que las viudas, madres, hijas, suegras, nueras, las parientas y otras mujeres respectivamente asisten a los entierros de sus maridos, hijos, madres, hiernos, suegros, llorando, dando gritos y descomponiendose en voces, y que esto mismo executan por algun tiempo sobre las sepolturas de los dichos, de forma que impiden la celebracion de los divinos oficios y son motibo de distracion a los sacerdotes que estan celebrando misa, mandamos se abstengan de semejantes llantos, lloros y gritos y voces, pena de doscientos maravedis a cada uno de los que contravinieren, los quales les exija y cobre dicho vicario, cura, rector… y si advertidas de que callen no lo hicieren, las expela de la Yglesia.” Extracto de la circular enviada a algunas parroquias, de Miguel Vicente Cebrián Agustín y Alagón, obispo de la diócesis de Coria entre 1732 y 1742.

 

FOTO DE CABECERA: Niño con calavera en la portada de la iglesia de san Mateo.

FUENTES:

CEBRIÁN AGUSTÍN Y ALAGÓN, MIGUEL VICENTE. ADC. Libro de Visitas. Parroquia de San Pedro. Leg. 97. Garrovillas de Alconétar. En alkonetara.org

HINOJAL SANTOS, JOSÉ LUIS. Magia y superstición en la vieja villa de Cáceres.

ORTI BELMONTE, MIGUEL ÁNGEL. Ofrendas y costumbres en los entierros cacereños.

 

José Luis Hinojal Santos

Añadir comentario

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.