Cáceres en sus piedras

LA MIRADA DEL CRISTO NEGRO

 

Tres clavos sostienen el cuerpo.

Retorcido.

Agónico.

Negro.

­– ¡Negro del humo de las velas! – dicen los que mienten.

Y no es mentira que el rostro luzca sereno la paz, catarsis del sufrimiento. Paz irisada, por los siglos de los siglos, habidos y venideros.

El cuerpo es madera. Y la madera es negra, sí. ¡No del humo de las velas, no! Negra la madera, solo Dios sabe de dónde la trajeron para esculpir el cuerpo. Y solo Dios sabe qué manos lo esculpieron.

Si hebreas…

Si germanas…

Si la tierra.

Solo que el artista estuvo inspirado, para su paz y por los siglos de los siglos.

Esculpió bien la madera para resucitar ilusoriamente el Cristo, más allá de la carne y el espíritu. Que la carne se convirtió en espíritu en el pasado. Que sus manos resucitaron el espíritu para convertirlo en tremenda y venerada madera, para el futuro.

Por la madera negra, traída solo Dios sabe de dónde, el Cristo es negro. ¡No del humo de las velas, no! Y su rostro es sereno, luce paz. Una paz intensa en su mirada. Negra no, irisada, que la madera no entiende, sino las manos del artista inspirado.

Quiere el agonizante que la mirada le mire, que la mirada le dé la paz que nunca tuvo y que no le tapen los ojos mientras le ejecutan en el cadalso por sus malos actos. No quiere el dubitante que la mirada le mire, que la mirada castigue la paz negra que siempre le acompaña, por no regurgitar sus sórdidos pensamientos.

– ¡Nadie debe mirar al Cristo Negro! – dicen los que mienten.

– ¡Su corazón será fulminado! – eso pregonan los truculentos.

Quiere el Cristo Negro, quiere…

Que las velas se enciendan ante él.

Que los ojos le miren.

Que los corazones no teman sus latidos.

Enlace a las entradas de la serie LEYENDAS DEL CRISTO NEGRO aquí.

 

José Luis Hinojal Santos

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