Antes del Concilio Vaticano II, las misas se pronunciaban en latín. En la Edad Media hubo que emplear a muchos monjes, e incluso sacristanes, para ofrecer el oficio de misa en muchos rincones, pueblos y aldeas, de España, ante el insuficiente número de clérigos para hacerse cargo de esta cristiana tarea. Pronto surgió el problema: la mayoría de estos religiosos reconvertidos a sacerdotes desconocían o apenas dominaban el idioma de las liturgias, el latín, por lo que, para que los feligreses no repararan en ello, bisbiseaban la mayor parte del tiempo palabras ininteligibles e inaudibles por la concurrencia.
¡Peor el remedio que la enfermedad!
Los feligreses no entendían de latines, pero sí reparaban en el aprieto del monje o sacristán de turno, que rápidamente se convertía en el hazmerreír del pueblo, siendo común y popular el comentario oportuno:
— Éste tampoco sabe de la misa la media.
Acuñándose la expresión a partir del siglo XVI, que aparte del origen burlesco inicial, también se empleaba para dejar claro que la feligresía tampoco se enteraba de la liturgia. Finalmente ha quedado como un dicho popular para referirse a alguien que no entiende de un asunto del que se le ha hablado.