Cáceres en sus piedras

LA MONEDA DE ORO

 

En el potro de santa Clara, donde hoy se alza el convento de igual nombre a la salida por la puerta de Mérida, había una herrería donde un día cualquiera de 1473 paró un personaje llamado fray Pedro Ferrer, de la orden franciscana.

Iba de retirada y cabizbajo, pues desde un año antes había intentado infructuosamente obtener del Concejo cacereño permiso y dineros para levantar en la villa un convento de su orden. No había tenido éxito su gestión. Los regidores, con el Corregidor al frente, alegaron las rotundas disposiciones de los antiguos fueros, que fueron promulgadas por el mismísimo rey conquistador Alfonso IX de León, aún vigentes en vida del fraile, que impedían atender lo solicitado.

De tanto escucharlas y leerlas, las podría recitar de memoria, teniéndolas por un martillo para sus pretensiones.

 

Doy Cáceres con todas sus pertenencias a todos aquellos pobladores que en ella quisieren habitar, excepto a los ordenados, a los cogullados y a los que renuncian al siglo. Porque del mismo modo que a ellos prohíbe su orden dar, vender u obligar prenda con vosotros, así a vosotros por fuero y por costumbre se os prohíba otro tanto.

 

A quienes quisieran romper el mandato les pesaría la maldición del monarca, que les conminaba a que con Judas el traidor fueran sepultados en el infierno por todos los siglos de los siglos.

En estos pensamientos estaría una vez más el fraile, cuando sucedió que el jumento en el que iba montado necesitó de una herradura para el camino, lo que suponía una contrariedad al no tener dineros para comprarla. La suerte quiso que por allí pasara un caballero, Diego García de Ulloa, de tan opulento caudal y bienes de fortuna que por muchos era llamado el Rico, compuesto con caballo y alforjas para salir al campo. A él paró el religioso, solicitándole una moneda conque pagar al herrero.

Resultó que el Rico no solía llevar dinero consigo, lo que excusó el no poder ayudarle a pesar suyo. Pero fray Pedro Ferrer, con inusitada firmeza, retuvo al noble al tiempo que le insistía:

– Caballero, sírvase mirar bien en la faltriquera, si hace la merced, no fuera que hubiera olvidada alguna moneda con la que satisfacer el apuro que me mueve a rogárselo.

– Le repito, padre, que no tengo por costumbre llevar dineros cuando ocioso tomo camino por estos campos.

– ¡Hágame la merced! Y no le molestaré más por esta cuita que me coloca en trance de serle inoportuno.

– ¡Válgame el cielo, padre, de atender su demanda, siquiera para que atestigüe la veracidad de mis palabras! – gruñó malhumorado ya García de Ulloa.

De no muy buen agrado se avino el caballero a estas insolentes exigencias del fraile, seguro que estaba de que no hallaría nada según era su costumbre y cuidado, pero por librarse definitivamente del franciscano, accedió… Y cuál fue su sorpresa que en ella halló una moneda de oro que jamás antes había visto ni imaginado tener en la dicha faltriquera.

 

Las faltriqueras eran antiguos bolsillos que se ataban a la cintura, y que se llevaban colgando de las prendas de vestir.

 

Asombrado, el noble consideró el suceso como un milagro, pasando del enfado a la admiración. Apeándose del caballo, se arrojó a los pies del fraile implorando su perdón por el trato que le había dispensado. Más calmado, se enteró luego de cuanto le había acontecido a fray Pedro en la villa, en su deseo de fundar en ella convento de su orden, y del fracaso de sus negociaciones. Rogó don Diego que aguardase a su gestión, pues la voluntad de Dios se había manifestado inequívocamente en lo sucedido, y ante esta voluntad, y con su palabra y honor comprometidos en la tarea, el Concejo habría de cambiar de parecer y otorgar su consentimiento.

Tan poderoso valedor logró su cometido, pues no sólo fueron obviados los fueros por vez primera en 250 años, a despecho de las furias infernales, sino que toda la nobleza del lugar, confiados en el patronazgo de Diego García de Ulloa el Rico, pusieron su empeño y sus dineros en que la obra se realizara con éxito.

Es, por este motivo, que, en pocos años, en las afueras de la villa, cercano al cauce del arroyo de la Madre, se alzó el monasterio de san Francisco el Real, hoy convertido en centro cultural.

Fray Pedro Ferrer vivió el resto de su vida en este convento, y de él se cuentan otros milagros, de los que ya se dará noticia.

 

FOTO DE CABECERA: Monasterio de san Francisco de Cáceres.FUENTES:

HINOJAL SANTOS, JOSÉ LUIS. Historias y leyendas de la vieja villa de Cáceres.

SANTA CRUZ, fray JOSEPH DE. Crónica de la santa Provincia de san Miguel de la orden de N. Seráfico Padre S. Francisco.

 

José Luis Hinojal Santos

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