Cáceres en sus piedras

EL ESPECTRO DEL RINCÓN DE LA MONJA

 

Al llegar la anochecida

doblan las cuatro campanas de la cercana iglesia de san Mateo. Los tañidos metálicos y monótonos del bronce reverberan cada hora en el silencio de las adormecidas calles de alrededor.

Suenan tristes,

solitarios.

Se siente el palpitar de las historias y leyendas que inspiraban antaño temor, relatos inciertos de fantasmas y aparecidos atrapados en un continuo y eterno papel que recuerda sus tragedias, episodios que marcaron los últimos días de sus vidas y su angustiosa muerte. Es su fatal destino. Sus nombres se perdieron en el tiempo, convirtiéndose en nadies, anónimos en sus propias historias.

 

Al llegar la anochecida

con el último eco del son campanero, existe un quiebro de calles y cuestas cercano al arco voladizo de la casa de los Caballos, un rincón al que llaman el Rincón de la Monja, del que se cuenta que algunas noches de poderosa Luna surge de sus muros un espectro.

Vestida de un sencillo, sucio y húmedo hábito de sayal del color de las cenizas, ceñido con un austero cordón, sin cofia ni velo, asoma una mujer de rostro demacrado y mirada perdida.

Abandona la estrechez de su angosto cautiverio.

El feroz tormento a que le conminó su padre.

Durante unos instantes siente una agridulce libertad.

Y el paso del tiempo.

 

Al llegar la anochecida

sus sandalias apenas rozan las frías piedras del suelo cuando inicia un amargo paseo en el que llora su desgracia. En tiempos en que una mujer no decidía su propio destino, aun depositaria de la honra familiar, tuvo que decidir entre el matrimonio a que le constreñía su padre, y del que ya se habían pronunciado hace años palabras de futuro, o renunciar al mundo en un convento.

 

“El matrimonio medieval hispano comportaba a su vez dos matrimonios o ceremonias bien diferenciadas: los esponsales y las bodas, en las cuales los parientes de los novios prometían unirlos por “palabras de futuro” y por “palabras de presente”, respectivamente… situándose en los 7 años, edad de la razón, cuando podían ser prometidos en matrimonio los niños antes de su confirmación personal a los 13 ó 14 años”. Extraído de “La mujer extremeña en la baja Edad Media”, de Paloma Rojo y Alboreca.

 

Decidió burlar la decisión del autor de sus días, soslayando su insistencia en una obediencia ciega a sus deseos. Antes de la boda voceó a todos haber sido ungida de una fe inquebrantable en Dios…

¡Eligió el convento!

Sin férrea vocación, pasó de novicia a monja en cuanto llegó el momento de prometer los votos de pobreza, castidad y obediencia, y de su vida ya nada más esperó que habitar entre oraciones dentro de los muros conventuales, y asistir a enfermos o pedir limosna fuera de aquellos, con licencia de la abadesa.

Servía a la comunidad.

Quizá en verdad.

Quizá con ánimo.

Pero pronto entró en una terrible desolación de espíritu, y el poco fervor que anidaba en ella fue decayendo en una profunda tribulación y difícil esperanza. Pues ardía en su joven corazón un fuego que comenzaba a corroer sus pensamientos y su voluntad. Un apuesto mancebo la esperaba en sus salidas y la cortejaba, no con palabras de futuro, sino con palabras de amor.

Y un día, el fuego fue incontenido…

Pasó el tiempo, y comenzó por la villa a circular un encarnizado murmullo, el rumor de los secretos encuentros de la bella monja con su amante. La voz imparable del vecindario se hizo escuchar finalmente en los oídos del padre. Sintióse burlado. Ultrajado. La deshonra y el descrédito en sus propias venas. Manchada su familia. Manchado su linaje.

Enloquecido de ira, fue al encuentro de su ingrata hija al convento donde ésta esperaba rendida y humillada. De allí la sacó a rastras y desde allí la arrastró por las calles, mientras ella suplicaba:

– ¡Padre…!

Él, envilecido, tiraba de la vergüenza.

Ella lloraba y clamaba la angustia.

– ¡Padre…!

Él, fuera de sí, accarreaba la deshonra.

Ella gritaba e imploraba el perdón.

– ¡Padre…!

Llegado a su casa, en un quiebro de calles y cuestas cercano al arco voladizo de la casa de los Caballos, arrojó a su hija dentro de lo que fue su habitación de doncella, para luego cegar puerta y vano amparado en el Voto de Tinieblas. La abandonó allí a un fatal destino. En lo que resistiese su frágil cuerpo, lamentaría hasta su último aliento el oprobio conque su conducta mancilló la honra de la familia.

 

Las emparedadas eran religiosas y, excepcionalmente, mujeres consideradas adulteras, que por castigo, por penitencia o por voluntad propia se encerraban entre muros sin puertas ni vanos, como mucho un pequeño orificio por el que recibían los alimentos. El llamado Voto de Tinieblas llevó a muchas mujeres a vivir el resto de sus días en estos agostos habitáculos habilitados en iglesias o en casas y, en muchas ocasiones, se les impidió de todo contacto con los demás.

 

Al llegar la anochecida

el espectro de una monja regresa a su soledad y silencio, desapareciendo en los muros del Rincón de la Monja.

Maldice su suerte.

Maldice a su padre.

Maldice el amor.

Maldice la maldecida, mientras el polvo de sus huesos hace siglos se esparció por la lóbrega habitación que fue su mortal cautiverio.

 

FOTO DE CABECERA. Rincón de la Monja.

FUENTES:

HINOJAL SANTOS, JOSÉ LUIS. Magia y superstición en la vieja villa de Cáceres.

ROJO Y ALBORECA, PALOMA. La mujer extremeña en la baja Edad Media.

 

José Luis Hinojal Santos

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