Cáceres en sus piedras

LA TERTULIA DE LAS ESCALERILLAS

 

Doña María de Mendoza se aficionó, durante las noches de verano de 1817, a concurrir a la tertulia para señoras que, a pie de las Escalerillas de la plaza Mayor, reunía a lo más encopetado de la villa. No asistía a todas, solo aquellas a las que su intuición le enviaba en busca de noticias o de detalles de algún disloque concerniente a alguien de su clase y en el que estuviera especialmente interesada.

Tomada la decisión para aquel día de agosto, empleó la tarde para calzarse su nuevo vestido, en el que sobresalía un gran escote cuadrado, bastante ceñido, del que partían frunces recogidos por una cinta debajo del pecho; de aquí a término, resultaba una falda angosta, de las llamadas de medio paso, sencilla y muy refinada. Una ligera mantilla y el infaltable abanico completaban la estampa, muy del gusto de la media sociedad de comienzos del siglo XIX.

De tal agrado se presentó en las Escalerillas poco antes de la noche, a la hora convenida para la ocasión, acompañada de su criada, que llevaba la silla y almohadón en que sentarse su señora cómodamente, llegada la necesidad. En pocos minutos, la concurrencia estuvo formada y las conversaciones y chascarrillos, variados y deshilvanados al principio, fueron pronto tomando cuerpo y sustancia, haciendo felonía de tal o cual joven de buena familia y malos hábitos.

Cuando el bullicio parecía estar en su máximo apogeo, hubo otro igual o mayor que comenzó a silenciar el de la tertulia. Eran las acaloradas voces de unos vecinos que entraban corriendo, a cual con la cara más aparentemente desencajada, en la plaza, tronando:

– ¡Los toros! ¡Los toros!

Y enseguida, se unieron ruidos de cencerros, de los que ponían a las vaquillas los días de capea, provenientes, eso parecía por el escándalo, de todas partes. Y es que efectivamente, a la mañana siguiente se celebraría uno de estos festejos, para el que se había habilitado, como era habitual en la época, la propia plaza Mayor, levantando barreras y burladeros, y hasta toriles, cercanos al lugar de reunión de las tertulianas.

– ¡Los toros! ¡Los toros!

El efecto, que no otra cosa era en realidad, estaba servido…

Y la imaginación hizo el resto.

Con gran susto de su parte, las señoras, temiendo ser objeto de arrancadas de los animales, cada una como pudo y con María de Mendoza en cabeza, dejaron

sillas y almohadones,

abanicos y mantillas,

y todo lo innecesario.

Despreocupadas, asimismo, de la suerte de sus criadas,

allá se las compusieran ellas,

emprendieron carrera Escalerillas arriba, a la desesperada. Empujones, tropiezos, levantándose como podían las angostas faldas de medio paso para facilitar las zancadas.

Cruzando el arco de la Estrella, tuvieron mala fortuna las que torcieron a la izquierda, pues tan pronto pisaron el adarve, del otro extremo de la calle vieron avanzar un fantasmón de colosal estatura, ataviado de blancas sábanas, alguna cadena, y, como cabeza, una enorme olla con orificios semejando ojos, por los que salía la luz de una vela que ardía en el interior, que en la urgencia del momento más parecía fuego procedente del mismo infierno.

El corazón de María de Mendoza reventó ante la tremenda visión, y fulminada por una repentina muerte, su agarrotado cuerpo cayó al polvoriento suelo, mientras su amiga doña Carmen Cornejo, que tras ella corría en lo que le permitía su embarazo, paró en seco por el espanto y quedó petrificada en una rígida estatua, sin perder mirada del aullón que, con todo su aparato, se acercaba sin reparar en los estragos que estaba causando. En el vestido de doña Carmen brotó una mancha de sangre, a la altura de sus vergüenzas, que se hacía por momentos más grande. Pasados unos segundos, un hilillo rojo asomó por debajo del vestido, manchando sus medias, sus botines, goteando en la calzada…

Pánico, gritos, caídas, síncopes, caos.

A la mañana siguiente, el alcalde de la villa, el licenciado Cayetano Izquierdo, y desde la Real Audiencia, el gobernador de la sala del Crimen, don Demetrio Ortiz, particularmente interesado por haber sido su mujer igual víctima del formidable suceso al fracturársele un brazo, ordenaron iniciar las pesquisas para averiguar los causantes de la trágica broma. Éstos, sabedores de la muerte de doña María de Mendoza, el aborto de doña Carmen Cornejo y de dejar malheridas a muchas otras señoras de alto copete, habían puesto tierra por medio.

Finalmente, no fue difícil dar con la autoría. Todo se había fraguado en la taberna que regentaba un tal Vito, al que llamaban el Ceclavinero, en la calle Sancti Espiritu. La excelsa y cruel mofa se había ideado en la creciente alegría de una jarana cantinera que había reunido a Joaquín Hernández, alias el Chuche, a Juan Villar y a quienes se habían unido, entre vino y vino, a ellos.

Mientras daban sepultura a María de Mendoza, todos dieron con sus huesos en las oscuras, frías y húmedas galeras de la nueva cárcel que se había abierto pocos años antes en la calle Nidos.

Las antiguas cárceles de la villa de Cáceres estuvieron emplazadas en lo que hoy ocupa el convento de santo Domingo y, posteriormente, en el Atrio del Corregidor, hoy foro de los Balbos, a los pies de la torre de la Yerba. Con la llegada de la Real Audiencia de Extremadura, fue necesario, a partir de 1791, construir un nuevo presidio, cuyo edificio se levantó en la calle Nidos, al lado del Tribunal, que ocupaba el antiguo hospital de la Piedad, separados por un estrecho callejón, el de san Benito. Las celdas de esta cárcel carecían de luz y ventilación, por lo que se las conocía como galeras.

 

FOTO DE CABECERA: Escalerillas de la plaza Mayor y arco de la Estrella.

 

FUENTES:

HINOJAL SANTOS, JOSÉ LUIS. Historias y leyendas de la vieja villa de Cáceres.

HINOJAL SANTOS, JOSÉ LUIS. Magia y superstición en la vieja villa de Cáceres.

HURTADO PÉREZ, PUBLIO. Recuerdos cacereños del siglo XIX.

 

José Luis Hinojal Santos

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