Cáceres en sus piedras

ANA LA CASAREÑA I

 

Era de buen ver la tal Ana. Una mujer de amor, pues no solo vivía de su oscuro oficio brujeril, sino que, también, solazaba su cuerpo por unos reales, con hombres de posibles y de carácter, con reaños suficientes para hacer caso omiso de los comentarios que sobre ella vertía un vulgo creyente en las fantásticas habilidades de la maldita.

Se la veía poco paseando por las calles, dominándolas con su presencia, altanería y reputación, sabiéndose respetada, temida, odiada, deseada. Caminaba con un ligero y pausado vaivén de caderas, con las manos apostadas con firmeza en ellas mientras el cuerpo avanzaba sin apenas otro movimiento. Su cabeza no giraba un ápice, sólo sus penetrantes ojos oscilaban lentamente a los lados de sus órbitas para fijarse en lo que sucedía en su entorno o en algún desafortunado que cruzara sus pasos con ella.

Para no ser aojados, o maldecidos, en las calles de la villa decimonónica se hizo costumbre ante la bruja bajar la mirada al suelo, si es que no había posibilidad de desandar lo andado y evitar pasar por su lado. Las gentes se persignaban a sus espaldas y hacían disimuladamente la higa.

 

El gesto de la higa se hacía con el puño cerrado, sacando el dedo pulgar por entre el índice y el corazón, que se usaba para ahuyentar el mal de ojo.

 

Las más temerosas llegaron a colgar escobas de baleo, hechas de la planta seca del Avelino recogida en las primeras luces del día, detrás de las puertas, con una aguja clavada y atravesada en el mango; o llenar los rincones de las casas de rosas de Jericó colocadas junto a velas encendidas, con las que proteger el hogar de las malas antes de la Casareña, que así la llamaban.

Muy especialmente las embarazadas rehuían su sola visión, abandonando, sobrecogidas del miedo, el lugar en el que aparecía la condenada.

Cuando iba la Casareña a “jechar” el trigo, ninguna de las personas que había en el zaguán se atrevían a mirarse, ni a levantar los ojos del suelo. Todas le cedían la vez, y la que tenía algún niño de pecho escurría el bulto y desaparecía en cuanto podía.

Así lo comentó años después una anciana al historiador Publio Hurtado. La vio en persona siendo niña, mientras jugueteaba en la tienda de granos y semillas de sus padres, y su recuerdo quedó indeleble en su memoria. En lo más animado de las conversaciones suscitadas en la espera del turno, la maldita apareció. Por trigo, como todas, como una más.

Pareciera que el tiempo paró su curso; pareciera que se congeló el aire de la habitación. Todas las presentes enmudecieron al instante, bajaron la vista y se hizo un pesado silencio, solo roto por el ruido de una mujer ocultando apresuradamente su bebé en un bulto de telas, levantándose y huir despavorida. Pues decían de Ana la Casareña que, además de bebedizos, quereles y mal de ojo, era experta en retirada de leche.

Una sencilla mirada de sus ojos claros,

un macabro hechizo,

unas siseantes palabras a modo de conjuro,

… y la madre quedaba sin poder dar de comer al lactante, con la vida de éste puesta de tal manera ante las mismas puertas de la muerte. A la sospecha del perjuicio, la aojada buscaba desesperada librarse de él. De poco valía la costumbre de colgarse a su espalda una llave macho y lavarse los pechos con agua de hinojo; ni siquiera llamar a una mujer con virtud que friccionara igualmente la espalda con un paño seco y espolvoreado con salvado de trigo.

La bruja era implacable

… para levantar bulos, a cual más encendido, y miedos colectivos.

 

José Luis Hinojal Santos

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