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La Casareña gustaba de los cadáveres de los pocos reos que, en la época en que hizo uso de su oficio, fueron ajusticiados en Cáceres, a los que después de dárseles garrote en una tarima levantada para la ocasión en el cerro del Rollo, los enterraban aún en el Corralito, un terreno fuera de sagrado al lado del camposanto de la iglesia de Santiago. El último de estos condenados a los que pudo visitar la bruja, de hacer eco de los rumores, se llamó José Polo Serrano, quien cumplió su sentencia un diez de octubre de 1842.
El cerro del Rollo era un espacio situado donde actualmente se halla el Paseo Alto, que en 1820 sustituyó a la plaza Mayor como escenario de las ejecuciones públicas y exposición de los cadáveres de los sentenciados a muerte, a donde los llevaban montados en mula, vestido con una sola hopa o túnica negra y atadas sus manos. Los cadalsos se levantaron en la zona hasta que en 1846 se construyó la plaza de Toros, y poco más tarde un polvorín. En dicho año, las ejecuciones se trasladaron a un descampado cercano a la ermita de san Vito.
Cuando el cementerio de Nuestra Señora de la Montaña abrió sus puertas para acoger las sepulturas de los cacereños en 1844, comenzaron al unísono a escucharse extrañas historias. Algunas noches, en cuanto la Luna rompía la oscuridad clareando los nichos, túmulos y jóvenes cipreses de la necrópolis, decían haber visto a la Casareña rondando paciente los campos próximos, esperando la soledad y el silencio como aliados.
– Saltó el muro, como un enorme gato negro -murmuraban unos.
– Entró volando sujeta a una escoba -fantaseaban otros.
Lo que inflamaba la imaginación de las gentes era verla rondar el recinto mientras la villa lamentaba la muerte de un párvulo, un niño sin recibir los sacramentos. Tras los oficios de difuntos, los cadáveres de estos últimos eran llevados para ser enterrados en el cementerio de los niños no bautizados, el Limbo, bajo la tierra de poniente del cercado. Existía la creencia local de que si el niño moría antes de tomar su primer alimento de la madre, iba derecho al cielo, pero si lo hacía después, no obstante todavía sin bautizar, era enviado a este lugar, el Limbo.
Los túmulos aún los encontraba la bruja blandos, de la tierra removida recientemente.
Sus estrechas y alargadas siluetas sobresalían delatoras del terreno.
La Casareña hincaba sus rodillas sobre ellos
y escarbaba.
Los cuerpos no se hallaban profundos y en cuanto se dejaban ver, iniciaba una espantosa ceremonia, un macabro ritual por el que los abría en canal y extraía, de los ajusticiados algunos huesos, tras separar las mortajas de san Francisco con las que eran enterrados; de los niños sus entrañas, sin importarle la inocencia todavía marcada en sus caras.
Huesos y vísceras los utilizaba para sus bebedizos, mezclados con hierbas y otros extraordinarios y secretos ingredientes, mientras entonaba toda clase de conjuros rodeada de sahumerios. Con los recogidos bajo luna creciente, fabricaba los quereles; con aquellos extraídos bajo luna menguante, elaboraba pociones para fines más crueles, con las que encanijaba a los niños o volvía locas a las personas.
Los quereles eran unguentos de amor, fabricados bajo el embrujo de la luna en fase creciente, en los que se mezclaban hierbas con piel de lagarto y tripas de sapo secados previamente al sol. Según la creencia, también se añadían huesos pulverizados de los reos condenados o tripas de niños. Quien requería estos unguentos, se los untaba en las manos y luego debía tocar cualquier parte de la persona pretendida, que, al parecer, cedía sin oposición a sus efectos.
En los últimos tiempos de que se tiene noticia de Ana la Casareña se cuenta que fascinó a un clérigo, bastante querido en la villa, del que sentía envidia, cansada además de sus prédicas contra ella. Al religioso le entró el mal en la cabeza por culta de la mirada de la bruja, y los días siguientes hasta morir fueron de una espantosa y lenta agonía. El buen hombre caminaba por las calles cada vez más enjuto, con la cara demcrada y los ojos muy señalados en sus órbitas.
Una buena mañana, dejaron de verle.
Su extraña muerte protagonizó las conversaciones, y se sospechó que la Casareña le había echado el mal de ojo. Las gentes fueron engrosando los grupos, insuflado su ánimo con la vehemencia con la que, boca a boca, la suposición se iba tornando en una certidumbre alimentada por el miedo y el odio.
Tras el funeral, muchos se presentaron soliviantados ante al alcalde de la villa, don Anselmo García Pelayo, requiriéndole que diera orden de prender a la maldita y expulsarla de la población. Se desconoce en qué terminó el tumulto, solo que el político dudó de la veracidad de los hechos…
… o decidió no intervenir ante el temor de la represalia de la aojadora, pues, si bien hacía caso omiso de las habladurías teniéndolas como productos de la inventiva de sus paisanos, su interior albergaba el resquemor de que Ana la Casareña emplease sus malas artes en su esposa, con quien recientemente había tenido un hijo, y le retirase la leche.
FOTO DE CABECERA: Skyline nocturno de Cáceres.
HINOJAL SANTOS, JOSÉ LUIS. Magia y superstición en la vieja villa de Cáceres.
HURTADO PÉREZ, PUBLIO. Recuerdos cacereños del siglo XIX.
HURTADO PÉREZ, PUBLIO. Supersticiones extremeñas.
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