Cáceres en sus piedras

AULLONES Y MARIMANTAS

 

Las sombrías y retorcidas callejuelas de la vieja villa de Cáceres, acompañadas del aspecto solemne y evocador de los muros de las antiguas iglesias y palacios, fueron en los siglos XVIII y XIX escenario propicio para suscitar miedos colectivos, cuando no más de un buen susto al más pintiparado, aprovechándose de las magníficas y escalofriantes historias acerca de fantasmas, demonios y encantamientos que, se decía, pululaban por ellas, amparados en el silencio de la noche e insinuados en las plateadas y extrañas figuras que la luz de la Luna provocaba (y continúa provocando) en su rozar con la insomne y vetusta piedra intramuros.

La existencia de estos seres, creados y alimentados por las supersticiones de gentes sencillas y humildes, daba pábulo y riendas a su imaginación y a su fantasía, a lo que favorecía el que vivieran al día en un mundo que aún encerraba misterios desconocidos.

Hasta 1836, esas mismas callejuelas se adentraban en una profunda oscuridad cuando el Sol se ocultaba por el horizonte, más allá de la peña Redonda. El crepúsculo marcaba el fin del tránsito de gentes, de conversaciones ocasionales y, en fin, del bullir de personas, carros y bestias.

¡Cada cual a su casa!

Algunos, no obstante, alargaban las horas, único resto del latido de una población que daba por finalizadas las duras tareas de cada jornada. La tranquilidad nocturna y la ausencia de murmuradores, indiscretos y jueces de la moral facilitaba los deseos de trasnochadores, fueran vividores, juerguistas y trapisondistas armando tropelías y desórdenes, o impacientes amantes en busca de rincones olvidados y solitarios donde abandonarse a su pasión.

Llegaban las noches de Luna nueva, las más oscuras y problemáticas, las preferidas de los relatos sobre espeluznantes seres mágicos, espectros condenados y toda suerte de arcanos y artificios que movilizaban los temores del pueblo. En este ambiente nacieron y se desenvolvieron los llamados aullones y marimantas, espectros de pacotilla,

‘ de los de carne y hueso y sábana blanca sobrepuesta;

‘ espectros no obstante en las mentes de las sufridas e ingenuas gentes,

‘ solaz de mentideros y conversaciones

‘ y espanto de creídos.

Los mitos y creencias del pueblo hicieron el resto, pues a los miedos propios se unieron los arquetípicos dibujados en las viejas leyendas y relatos. Los aullones y marimantas, con solo mencionarlos, helaban la sangre y provocaban el pánico colectivo, pero solo fueron un juego de fantasía e inventiva audaz de unos avezados, unos artificios con los que dar soporte a bromas, desagravios o simplemente para garantizar oscuras y secretas intenciones, cuando no prohibidos amores.

Un oprobio que, no obstante, parecía muy veraz y provocaba que más de uno se santiguara.

Los aullones y los marimantas eran artificios a modo de fantasmagóricas puestas en escena de las que de algunas se guarda aún triste recuerdo, pues acabaron de mala manera. También, por lugareños infieles o por ladrones de honras interesados en ahuyentar al temeroso vecindario y rondar a amantes sin otro cuidado.

Después de las campanadas que anunciaban la medianoche, el aullón salía por las callejuelas intramuros, vestido con una sábana blanca y portando una vela o un farol. En ocasiones, arrastraba cadenas para aumentar el espanto. Acompañaba su caminar con estridentes aullidos proferidos a través de un canuto de cartón, o con una bocina que, movida por una manivela, erizaba la piel de quien lo escuchara, resonando como susurros tenebrosos gracias a los ecos de unas calles oscuras y vacías. Otras veces, el aire macabro del disfraz era aún más magnífico, pues todo el aparato anterior lo coronaba una olla agujereada, en aberturas que simulaban ojos. Dentro frecuentemente ardía una vela, logrando con ello una feroz mirada de fuego.

El aullón era una broma,

‘ de dudoso gusto

‘ pero de extraordinario impacto.

Los pocos vecinos que regresaban a sus casas a horas tardías, si llegaban a tropezarse con el remedo de espectro salían corriendo como podían atenazados por el pánico, recordando las espeluznantes historias que habían escuchado desde pequeños a sus abuelos y a sus padres antes de que apagaran las velas que iluminaban sus camastros. Llegaban al hogar con cara desencajada, y se cuenta que algunos caían desmayados presos de un síncope.

El marimanta era de parecido aspecto y similar intención de provocar el pánico. En este caso, se prescindía de canutos u ollas, no así de velas o faroles, lo que hacía el disfraz más sencillo pero igualmente eficaz. Cubierto de sábana o manta, el emboscado con tal fórmula pretendía acudir a una cita secreta protegiendo su identidad y la honra de la amante, cuando no rondar con insistencia y descaro a una huidiza doncella y burlar la celosa guardia de un alertado padre, alejando miradas indiscretas, que con sólo ver al fantasma huían espantados.

 

En aquellos tiempos, era impensable que un hombre entrase de noche en casa de una mujer, de la condición que fuera, mucho menos para solazarse en sus aposentos, por lo que se buscaban estas otras formas de obtener prendas sin levantar rumores y murmuraciones.

 

Tales atuendos y macabras argucias fueron del gusto de los principales y renombrados donjuanes cacereños, algunos de ellos reputados nobles que, a sus conquistas por sendas más naturales, ímprobas pero honrosas, sumaban estos otros amoríos obtenidos con tan malas artes y denostado honor.

 

FOTO DE CABECERA: Calle de la Amargura.

FUENTES:

HINOJAL SANTOS, JOSÉ LUIS. Magia y superstición en la vieja villa de Cáceres.

HURTADO PÉREZ, PUBLIO. Recuerdos cacereños del siglo XIX.

WEB-ESPINO, ISRAEL J. Blogs.hoy.es/extremadurasecreta

 

José Luis Hinojal Santos

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