Camina taciturno, con su cuaderno de campo en mano y sus pensamientos vagando en un mar de sensaciones. Aspecto enfermizo en su cuerpo enjuto y descuidado. Solo ver su rostro se antoja inteligente y severo, una gravedad auxiliada en su barba cuidada y unas gafas ovaladas que consiguen camuflar su miopía. Difícil sostener su mirada parásita que penetra lacerante en el interlocutor.
Intimida.
Cuando habla, intimida más.
Cuando escribe…

Pasea por Cáceres Leopoldo Alas Clarín con tal equipaje. No mira, no habla, no escribe más que unas anotaciones de vez en cuando. Sus ojos y su piel están ocupados, absorbiendo una atmósfera inesperada, especial, evocadora. Atraviesan su pupila, como halos de luz despreocupados por su impacto, los primeros decorados pétreos de la plaza de santa María; luego de la de Golfines de Abajo. Sus piernas vagan, sopasa cada paso, cada suspiro, cada recuerdo que atropella el momento y su imaginación.
Le viene en mentes retazos vívidos de su obra más querida. Subiendo la cuesta de la Compañía espera cruzarse, en una inverosímil coincidencia, con la estampa de una estatua clásica viviente, la muchacha más bonita del pueblo, su Ana Ozores deseada y dibujada en La Regenta.
Las calles y el caserío medieval de la vieja villa de Cáceres ofrecen parecidos lienzos a su Oviedo querido, convertido en Vetusta para siempre gracias a su pluma. La mentalidad provinciana y clasista, de postín al uso de la vanidad de una nobleza desfigurada, repite los mismos encuentros y posturas; pareciera que las conversaciones de días atrás, y de días en adelante, fueran un continuo dejà vu de La Regenta, del ambiente y de la anquilosada sociedad de la Vetusta. Sus párrafos cobran vida en las piedras de estas callejuelas, y en las sombras amalgamadas de los otrora montos de carnes y huesos que deambularon por ellas alguna vez.
– Ustedes no quieren que yo sea obscura, seria, huraña… – protesta la fantasmal joven Ana Ozores en la amplitud de la plaza de san Mateo, reviviendo la queja que hiciera a su tía.
Leopoldo Alas Clarín frena de súbito su paso al roce del suspiro, que atrapa su ensimismamiento en la feroz cacería del artículo apropiado para reflejar Cáceres, que petrifique su recuerdo de esta parte de España, de este lugar de la asolada Extremadura de finales del XIX, de esta villa que hace pocos años pasó a ser ciudad y que desea desperazarse de su oscuro, serio y huraño pasado al que confina y aletarga su memoria.
– ¡Cáceres…! – piensa.
– ¡La Vetusta del Sur! – respira, mientras anota en su cuaderno de campo.
Añadir comentario