Cáceres en sus piedras

ENTRE CARRACAS Y TINIEBLAS II

 

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III

EL OFICIO DE TINIEBLAS

El oficio de Tinieblas se iniciaba precediendo la hora Víspera de Jueves Santo. Era llamativo y muy concurrido…

El culto, como todos los de aquellos tiempos, enteramente en latín.

Las campanas mudas.

Las cruces de los altares tapadas con velos blancos.

Las velas de las iglesias apagadas, salvo quince de un candelabro, el Tenebrario, dispuestas en pirámide, única luz que se permitía y que no impedían que el templo estuviera en una embriagadora y temerosa penumbra, provocando en los fríos muros unas sombras que se movían al capricho de las llamas de los cirios.

A medida que finalizaba cada salmo que se recitaba en dicho oficio, el monaguillo apagaba una vela. El templo iba, de este modo, quedándose poco a poco aún más a oscuras, por la menor luminaria y por un Sol que se ocultaba irremisiblemente tras el horizonte, precediendo la llegada de la noche.

Los fraseos de la ceremonia retumbaban en el espacio tal si fueran martillos para la concurrencia.

Tras el catorceavo salmo, solo quedaba encendida la candela de la cúspide, llamada vela de las Tinieblas. El Tenebrario era llevado entonces tras el altar, donde la escasa luz de la superviviente proyectaba torpemente la silueta del cura, quien con su voz grave iniciaba en ese momento el latín del Miserere. Con él, terminaba la liturgia; y tras él

‘ la vela de las Tinieblas se apagaba.

Con el Sol puesto tras el horizonte, el templo quedaba completamente a oscuras.

Un tremendo silencio iba venciendo la reverberación de los últimos latines.

Aquel pequeño mundo de la bancada expectante e impresionada.

Pasados unos angustiosos e inacabables segundos, el sacerdote abría el libro de Salmos para cerrarlo con fuerza, originando un estruendo en la oscuridad que espantaba al más pintado. Acto seguido, volvía a realizar el mismo gesto, para volverlo a repetir mientras los ensimismados feligreses iban despertando de su letargo, y empezaban a patear el suelo, sacaban carracas y las accionaban con fuerza, originándose un extraordinario alboroto dentro de las iglesias que parecía que hubiera un terremoto, simulando el que la Biblia narraba que hubo tras la muerte de Jesús de Nazaret.

¡Todo a ciegas!

Pero el formidable ruido pronto era acompañado de salvajes gritos, ayes de quienes eran víctimas de macabras bromas hechas aprovechando la envolvente negrura y el incipiente jolgorio, e incluso groserías de aquellos que no dudaban en blasfemar anónimamente dentro de los templos.

A su término, se salía de la Iglesia y desde las otras se acudía a la mayor de santa María para andar las estaciones.

Unos a otros, aún bajo la impresión, se miraban con extrañas caras, y alguno de fuera preguntaba:

— ¿Qué tal el oficio este año?

— ¡Sin enterarme de la misa la media!

La cera derretida de la vela de las Tinieblas era guardada por el párroco con especial cuidado, pues durante el año habría ocasión de que se la solicitase

‘ fulano, para expulsar algún espíritu maligno que hubiera entrado en casa,

‘ mengano, para preservarse de un mal de ojo,

‘ zutana, para curar su esterilidad, echando la cera en agua y rociándose luego pechos y vientre con la mezcla.

Las carracas y las matracas quedaban para la siguiente Semana Santa.

 

FOTO DE CABECERA: Espadaña del convento de san Pablo de Cáceres.

FUENTES:

HINOJAL SANTOS, JOSÉ LUIS. Relatos del Cáceres olvidado.

 

José Luis Hinojal Santos

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