Elena, la madre del emperador Constantino, fue a buscar a Jerusalén la cruz en la cual murió Jesucristo, y allí mandó llamar a los más sabios sacerdotes judíos, quienes confesaron, mediante torturas, dónde se encontraba. En las ruinas del monte Calvario, como no supieron distinguirla de las otras dos que sostuvieron a los dos ladrones que habían sido crucificados a su lado, llevaron, para distinguirla, una mujer agonizante. Al tocar la primera cruz, la enferma agravó… al igual que al rozar la segunda. Mas, llegando a la tercera, la desahuciada recuperó en un instante y por completo la salud.
Esto sucedió un tres de mayo.
Años después, Constantino, en la noche anterior a una terrible batalla, tuvo un sueño en el que aparecía la cruz traída por su madre, luminosa en los aires, al unísono de una voz que decía:
– In hoc signo vinces – “¡Con este signo vencerás!”.
A la mañana siguiente, mandó colocar la cruz en sus banderas, pues confiaba en todo lo que su madre Elena le había contado…
Y la victoria fue total.
Tal suceso, real o legendario, motivó que el tres de mayo se instituyera como el día de la Invención de la Cruz. En la villa de Cáceres, en el siglo XVI, para conmemorar tal suceso, procesionaban por un lado la cofradía de la Santa y Vera Cruz y, por otro, el santo Crucifijo de santa María, este último hoy llamado Cristo Negro, dando lugar a rivalidades y conflictos abiertos.
El Cristo Negro se hallaba rodeado de un aura de misterio y temor, pues era el preferido para presidir las ejecuciones de los condenados a muerte hasta que ocupó su lugar el nazareno de la cofradía de la Misericordia (el llamado Cristo de los Milagros), colocándolo frente a las trémulas y angustiosas miradas de los reos en el último suspiro de sus vidas, mientras el pueblo asistente contemplaba la escena en una mezcla de jolgorio y griterío colectivo y profundo miedo y repugnancia interior. Se cuenta que cuando Isabel la Católica vino a Cáceres por primera vez en 1477, mientras juraba respetar los fueros de la villa, le era imposible evitar desviar, de vez en cuando, su vista hacia la imagen del Santo Crucifijo de santa María, impresionada por la expresividad de sufrimiento y perdón que exhalaba la talla, cuya sombra se extendía sobre los presentes en el histórico acto; incluso quiso llevársela consigo, uno de sus pocos deseos que no logró en vida.
Por su parte, la cofradía de la Santa y Vera Cruz se jactaba de ser la más antigua de Cáceres. Sus procesiones, conocidas como de la Sangre, destacaban por los llamados disciplinantes, quienes, tras un largo recorrido que partía de la desaparecida ermita del Humilladero primero, o del monasterio de san Francisco el Real posteriormente, y cruzaba las cuatro iglesias principales de la población, llegaban al destino con sus espaldas enllagadas y cubiertas de sangre a consecuencia de la feroz disciplina a que sometían sus cuerpos. Los cofrades estaban obligados a sufrir este padecimiento, por lo que algunos se ausentaban de la villa, más allá de tres leguas, el día señalado, alegando motivos a cual más banal.
Ambas cofradías mantuvieron un pleito sobre 1625, pues cada una quería la exclusividad procesional sobre el día de la Invención de la Cruz. La disputa finalmente cayó del lado de los de la Vera Cruz, relegando al santo Crucifijo de santa María a que saliese el primer domingo siguiente a cada tres de mayo.
Más allá de las disputas mantenidas por estas dos cofradías, el tres de mayo también era recordado para la llamada capilla de la Cruz, en la calle del Horno de la Mancebía (en la actualidad calle de la Cruz). A finales del siglo XV, tras la expulsión de los judíos en 1492, se dio nuevo destino a la sinagoga que presidía la nueva alhama a espaldas de la plaza Mayor. Quienes levantaron el palacio de la Isla se ocuparon de anexionar el templo judío y abrirlo al culto cristiano bajo la advocación de la santa Cruz de Jerusalem y santa Elena.
Finalmente, en otra capilla, que ocupaba el patio central de la casa palacio de los duques de Abrantes, se veneró durante siglos en Cáceres un trozo de madera. No cualquiera, sino que procedía de la misma Cruz donde murió Jesús de Nazaret, aquella que fue encontrada por Elena (santa Elena), la citada madre del emperador Constantino. El Lignum Crucis, celosamente custodiado en dicha capilla, llamada de la Santa Cruz, y popularmente conocida de la Excomunión, levantada por Francisco de Carvajal y Sande. Su tío, Bernardino de Carvajal, siendo cardenal en Roma, un buen día expoliar dicha reliquia del Vaticano, oculta bajo sus ropas.
Tras cientos de años de servir a la veneración local, y de peregrinos venidos desde todos los puntos de la península, un buen día del siglo XIX, una descendiente de la familia decidió, por su cuenta y riesgo y sin dar tres cuartos al pregonero, traladar la preciada reliquia a Madrid, siendo la protesta posterior de las autoridades locales y del pueblo en vano.
La leyenda afirma que el cardenal Bernardino de Carvajal, que llevaba sus trescientos años descansando en su sepultura, fue arrojado al mismísimo infierno por este hecho, pues pesaba la maldición del papa León X si se incumplía alguna de las condiciones a que obligó a aquel para lograr el perdón por su felonía, entre otras la de que la Cruz permaneciera siempre en la villa de Cáceres.
FOTO DE CABECERA: Capilla de la Cruz y de Santa Elena.
FUENTE:
HINOJAL SANTOS, JOSÉ LUIS. Historias y leyendas de la vieja villa de Cáceres.
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