Se cuenta que, en el lejano año de 1822, el noble cacereño José de Ulloa se encaprichó de la bella hija de un preboste de la villa llamado Manuel Fernández de Guevara, un teniente de caballería que por aquellos tiempos ejercía de concejal del Ayuntamiento y que luego fue procurador de la Real Audiencia. El padre, como era conocedor de la fama de mujeriego que lustraba aquel caballero, intuyendo las poco escrupulosas intenciones que guardaba para con su preciado retoño, impidió por sus medios que aquél siquiera se acercara a su casa.
La cerrazón paterna, unida al indudable valor que confería al premio, aguijoneó el orgullo del taimado noble, quien usó de su inventiva para conseguir lo que ansiaba, probando unas u otras maneras y artificios, primeramente de buena y seguidamente, ante los sucesivos fracasos por culpa de la guardia, de mala ley.
Así, probados los medios usuales, una buena noche se sobrepuso una sábana blanca y una capa de larga cola, simulando ser un espectro de los que recibían el nombre de aullón, rompiendo el silencio nocturno con unos espeluznantes aullidos para los que se sirvió de un canuto de cartón. Pasada la medianoche, con tal componenda logró amedrentar a quién aún anduviera por esas calles aledañas al lugar donde moraba el cofre que deseaba abrir, limpiando de ojos indiscretos lo que en lugar de bello cortejo pasó a ser una crapulosa fechoría.
Finalmente abrió el cofre,
‘ con la oportuna llave.
Siguieron noches intensas de aullones y de fugaces y fructíferos encuentros…
‘ mas obtenido el buscado beneficio con tan cobarde y espantoso mérito, la pasión y el interés del ingenioso José de Ulloa fue languideciendo, de tal suerte que el oficio de fantasma le resultó poco lucrativo y demasiado trabajoso para lo que ya había logrado. Dejó a la otrora doncella compuesta y sin honra, esperando en vano por las noches escuchar los lejanos aullidos premonitorios.
Como no hay donjuán que no necesite vanagloriarse de sus trofeos, cual si fuera un suma y sigue en competencia con otros de su condición, se las apañó para que el pueblo abandonara la certidumbre de un nuevo espectro en la Parte Antigua, y se entregara a la siempre turbia y electrizante tarea de destrozar la honra del más débil, aplaudiendo el ingenio y el éxito del crápula.
El amorío, así, fue de dominio público, y, por cierto, muy comentado.
Fernández de Guevara perdió la esperanza de mejorar su posición imaginando el buen enlace que prometía la belleza de su hija, la cual quedó en boca de todos y con su reputación por los suelos.
FUENTES:
HINOJAL SANTOS, JOSÉ LUIS. Magia y superstición en la vieja villa de Cáceres.
HURTADO PÉREZ, PUBLIO. Recuerdos cacereños del siglo XIX.
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