No se intimidaron en ese último momento, aunque sus corazones latían precipitados, oxigenando su nerviosismo y alimentando internamente sus dudas. No deseaban correr la suerte de Judas, pero la mayoría estaba decidida a abrir la sepultura, convencida que era para el bien de la comunidad y para engrandecer la memoria del inquilino del sepulcro. El más próximo leyó la inscripción del frontal, aunque fuera innecesario, pues de siempre era lugar reverenciado y asiduo remanso espiritual y ejemplarizante cuando las tribulaciones atormentaban a alguno de ellos.
– Hic jacet rever. pater bon. mem. Fr. Petrus Ferrerius huius notabilis monasterii fundator – “Aquí yace el reverendo padre de buena memoria, Fray Pedro Ferrer, fundador deste notable monesterio”.
Antiguamente, correr la suerte de Judas era sufrir la peor de las condenas. El discípulo de Jesús, luego de traicionarle a cambio de treinta monedas de plata, se arrepintió, arrojó el dinero al suelo del Templo de Jerusalén y se ahorcó en un árbol.
Era el arca de piedra en que reposaba el cuerpo, lo que quedase de él, del querido padre, el que obró cien años atrás el milagro que rindió a las autoridades de la villa de Cáceres (leer La moneda de oro) y a su empecinada defensa de los fueros que impedían que en este territorio se asentase cualquier orden religiosa. Gracias a él y a su valedor don García de Ulloa el Rico se levantó el monasterio franciscano, a las afueras, en terrenos que cedió el noble próximos al arroyo de la Madre. Allí viviría el restos de sus días fray Pedro Ferrer, y en la iglesia conventual, en el lugar privilegiado que concedía el lateral de la capilla mayor, sería depositado su cuerpo yacente para la eternidad.
– ¡Hermanos! ¿Estamos todos?
Para los presentes era un encuentro de emociones y esperanzas contenidas y algunas de ellas encontradas. Aquellos que habían apuntado tímidamente que aquel acto era sacrílego y que nada podría exculparles en adelante, se persignaron, unieron las palmas sudorosas de sus manos y elevaron sus preces en silencio hacia un vacío situado encima de ellos. Pero la simiente mundana de obtener unas reliquias para beneficio del convento había terminado por prender también, aún con reservas y bajo un mar de oraciones exculpatorias, en sus pensamientos.
Después de semanas de exhortaciones y vencer su resistencia, había llegado el momento.
Los susurros cesaron al unísono.
El lugar lo invadió el silencio, roto al instante por el ruido que produjo el primer movimiento de la losa y el roce entre piedras. Las miradas de los monjes no se movían un ápice de la sepultura, expectantes.
En cuanto se dejó ver, por una incipiente rendija, el interior, un penetrante y floreado olor salió de dentro iniciando una danza serpenteante que fue alcanzando uno a uno a aquellos hombres, abrazándolos y rindiéndolos en su dulzura a las sensaciones de paz y amor que irradiaba, y más allá de ellos, llenando poco a poco las naves de la iglesia.
Se miraron entre sí.
Sus ojos parecían aletargados.
Sus caras embriagadas de un aroma que sentían celestial.
Quienes tenían encomendada aquella pesada tarea, separaron aún más la losa hasta finalmente depositarla en el suelo.
Un siglo había pasado desde que el cuerpo de fray Pedro Ferrer fuera enterrado en aquel lugar, al amparo de la soledad, el frío, la humedad de la iglesia construida gracias a su empeño. Un siglo era mucho tiempo, y los monjes habían decidido abrir el pequeño sarcófago empotrado en la pared interna del ábside, para aprovechar lo que quedaba de su cuerpo y ofrecerlos como reliquias.
Pero un siglo después, allí donde esperaban polvo, huesos, un hábito gris carcomido y arrebujado por encima de ellos y un olor punzante y desagradable, aspiraban lo que estaban convencidos que era un aroma celestial y
‘ ¡el cuerpo entero e incorrupto del padre fundador!
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