Cáceres en sus piedras

CAMINO AL CADALSO I

 

Antonia Pérez fue condenada a muerte por garrote vil en 1869, culpable del asesinato de una mujer en Cáceres. Su historia fue publicada en un Pliego de Cordel y contada por las calles de la villa.

Había sido buena cristiana, al menos eso creía.

Se llamaba Antonia Pérez.

¡Antonia Pérez!

¡Antonia Pérez!

Repetía su nombre a sí misma en aquellos momentos, para no perder la conciencia, aunque si le hubieran preguntado no sabría responder para qué la quería.

Antonia Pérez, hija de padres humildes y trabajadores, que no merecían pasar por su suplicio. ¿Por qué habían ido? No quería morir, pero menos verles en aquellos momentos: su padre sin levantar la mirada del suelo, agarrando fuerte con las manos su desgastado sombrero chambergo de ala ancha, y su madre sin contener el continuo murmullo de lamentos y lloros.

¡Vergüenza!

¡Dolor!

Los pensamientos de ella vagaban libremente en su vacío interior, arropados por el terror y la proximidad de la muerte. Echaba de menos su muñeco de paja y trapo, su buhaco, aquel que le hizo su madre cuando apenas llegaba a cuatro palmos del suelo, para que le acompañara en sus miedos nocturnos.

¡Y tenía tanto miedo ahora…!

Sí, echaba de menos su buhaquino.

 

Diminutivo extremeñizado de buhaco (con la h aspirada), muñeco que en el siglo XIX se hacía en la comarca de Cáceres con un poco de paja y retales de trapos.

 

Al exterior, una muchedumbre se agolpaba a ambos lados de la calle, vociferando insultos, escupiéndola o lanzándole boñigas de burro que manchaban y apestaban la túnica blanca que le habían colocado el día anterior, cuando entró en capilla.

— ¡Perra! ¡Así te pudras cuando te arrojen al hoyo, asesina! –gritaban unos pocos entre los muchos que asistían mostrando respeto y compasión.

¡Asesina!

No saben lo mucho que me arrepiento”.

Su cara sucia y pálida del dolor, la mirada de una enajenada, de su boca sólo brotaban inaudibles susurros.

¿Perdón?

¿Piedad?

— No apartes los ojos del señor –le dijo suavemente el sacerdote al oído, después de depositar un pequeño crucifijo en sus manos.

Ella entonó fugazmente para sí una súplica, aprendida no sabía cuándo, a la virgen del Carmen, recordando una estampa que tenía de pequeña y ante la que rezaba puesta de rodillas a la luz de una vela.

 

Sagrada Virgen del Carmen,

vos sois la protectora,

ampararme en esta hora,

hija del eterno Padre;

así la gloria alcanzadme,

espero me deis consuelo

aunque atrevida y soberbia

Señora, perdón os pido,

ruega a tu hijo querido.

 

Sus padres eran humildes pero satisficieron todo cuanto quiso. ¡Buenos padres! Su infancia fue feliz, despreocupada. Pero en cuanto moceó le encontraron casa para el servicio de una viuda de Cáceres entrada en años, una tal María Antonia Fernández, de carácter ciertamente agrio y controlador. Los dineros eran pocos, un techo que no era su hogar, alejada de su familia. Se sentía sola, prisionera entre las cuatro paredes de aquella mansión donde era tratada con desdén.

En cuanto pudo salir alguna tarde a ninguna parte, le comenzó a rondar un joven, de quien se hizo novia, quizá para ahuyentar la sensación de desamparo. ¡Un canalla al que dio, no obstante, su corazón y su confianza!

José Luis Hinojal Santos

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