Cáceres en sus piedras

CAMINO AL CADALSO II

 

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Pasado el puente de san Blas, levantó la mirada y vio, por primera vez, el cadalso, levantado en una explanada cercana al camino que terminaba delante de la ermita de san Vito. Sintió desfallecer.

“¡Antonia Pérez!

¡No! ¡No!

¡No quiero morir!

¡Padre mío!

— ¡Asesina! ¡Ojalá esté oxidado el tornillo, desgraciada!

— No apartes los ojos del señor –le susurró de nuevo el cura.

 

A lo largo de su historia, en la villa de Cáceres a los sentenciados a muerte los ejecutaron en diversos lugares. Unos dentro de la población, en plaza que permitiera una masiva asistencia; otros, en campos cercanos, ya fuera la Peña Redonda, el Cerro del Rollo (hoy ocupado por la plaza de Toros) o al lado de la ermita de san Vito.

 

A las diez llegó la comitiva donde habían levantado el tablado, con el garrote en lo alto, imperioso, amenazante, cruel. La bajaron de la mula, sujeta por dos alguaciles, atadas sus manos y sus piernas fallando. Apenas se sostenía en pie. La cara cadavérica, con surcos secos y sucios de unas lágrimas que parecían no haberse derramado nunca, de unos ojos desorbitados. La túnica sucia,

oliendo a la humedad de la capilla,

al sudor del pánico,

con el polvo de aquel paseo infamante,

con la mierda de ganado que siempre estaba presente en aquellas calles y que algunos habían cogido del suelo para arrojársela.

— ¡Madre! –balbucea–. Tráeme mi muñeco, madre.

Mi buhaco querido.

Para que se me vaya el miedo”.

Pero la madre no escuchó unas palabras que nunca asomaron de la boca de su hija.

 

Aquel canalla escuchó su desgracia.

El día a día en la casa de María Antonia Fernández.

Las ofensas de María Antonia Fernández.

La mezquindad de María Antonia Fernández.

— Pero los dineros debe guardarlos en alguna parte, ¿no? –pareció lo único de su desgracia que interesó al malaje.

No recordaba el día que llegó a persuadirla de buscarlos por toda la casa. Y así anduvo por las noches, hasta que supo dónde encontrarlos. La convenció entonces de cogerlos, para ser felices, para irse juntos a vivir la vida, para satisfacer todo cuanto quisiera, como cuando era una niña en Torrequemada.

 

La subieron al patíbulo mientras un escribano leía en alta voz la sentencia por última vez. Desde la altura vio la plaza, la multitud, escuchó por un momento el murmullo ensordecedor.

— ¡No! ¡No!

¡Dios mío!

¡No quiero morir!

¡Me engañó! ¡Me engañó!

Sentía una opresión fuerte en la garganta, que le impedía gritar, que le impedía siquiera susurrar. No sentía la sangre en sus venas.

José Luis Hinojal Santos

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