El presente relato (dividido en cuatro entradas) se inspira en la vida de sor Mariana de la Presentación, que fue monja con olor a santidad del convento de Santa Clara de Cáceres, desde que tomó hábitos en 1698 a la edad de 21 años, hasta su muerte en 1751 por causa del mal de la piedra. Su vida y experiencias fueron recogidas en un panegírico leído en sus exequias.
I
Había permanecido despierta esperando que el silencio, una noche más, delatase que su tía se había rendido al sueño. Cuando sus oídos se cercioraron con certeza de ello, Leonor se incorporó de la cama, encendió una vela y salió sigilosa de su habitación. Transitó despacio por los pasillos, con la luz apenas agrietando la oscuridad reinante, formando un círculo de tenue claridad e inquietantes sombras poco más de un metro en torno suyo. La niña aguantó el punzante frío del suelo en sus pies descalzos, un frío que amenazaba ascender por su enjuto cuerpo y entumecerlo, solo protegido por un escueto camisón de lana abrochado por la parte de adelante, de largas y amplias mangas.
Subió las escaleras más tranquila, pues en el piso superior las pocas habitaciones estaban vacías y polvorientas por el abandono en que las sumió la muerte de su madre al poco de nacer ella. El padre volvió a Brozas, dejándola a la protección y sustento de la única tía que no había ingresado en convento alguno, quien pronto la contrajo a una vida de recogimiento que impregnaba cada rincón de la casa. A pesar de ello, no le gustaba que su sobrina pasara las noches postrada a los pies de la cama rezando más de lo necesario, y alguna vez la había reprendido después de observar sus ojos insomnes más marcados de lo habitual.
Leonor cumplía, por tanto, sus oraciones bajo la atenta mirada de su tía, luego se acostaba y simulaba el sueño mientras esperaba paciente a que cediera la vigilancia y, luego, reinase el silencio para iniciar su peregrinaje nocturno a lugar más recoleto. Aún con toda la cautela que desplegaba en ello, cierta noche el susto de la tutora fue mayúsculo cuando la sorprendió por el pasillo, con el camisón blanco y la vela con su espectral luz; quizá llegara a pensar, en una fracción de tiempo de incontenible pánico, que era la madre muerta deambulando en busca de descanso, si no fuera porque delante de sus ojos aparecía pasmada la figura de una niña de cuatro años.
Por unas últimas escaleras, más estrechas, empinadas y sucias que las anteriores, accedió a lo más alto de la casa, donde solo había un viejo y abandonado palomar, un remanso de paz bastante inhóspito pero del agrado de la visitante. En medio de la estancia, depositó la luz en el suelo, se puso de rodillas sobre un pequeño almohadón y colocó dulcemente delante suya una estampa del Cristo de la Biemparada mientras se protegía con una pequeña y polvorienta manta. Sin temor allí a que se descubriera su secreto y soportando una primera embestida del frío que provenía del exterior, inició unos rezos que terminaron por abstraerla por completo del mundo.
Silencio.
Solo el murmullo cadencioso de sus palabras.
La luz cimbreante e hipnótica de la vela, reduciéndose cada minuto.
Poco más allá, sombras danzando al ritmo de la llama.
Silencio.
Golpeando el frío su cara ensimismada y ausente, azuleando sus labios.
El quieto cuerpo bajo la manta.
El resoplido lejano de una lechuza.
Silencio.
– ¿Quieres ser mi esposa?
La voz brotó de improviso, nacida en el vacío cercano, quizá desde la propia estampa pensó luego. Tronó como un látigo, grave, dulce, acompañada de un breve eco.
La niña abandonó la concentración que mantenía en sus oraciones, abrió ampliamente los ojos mirando alrededor y lejos de amedrentarse respondió, con una firmeza impropia para su edad:
– ¿Quién lo dice? Si no es Dios, dígale que no quiero, aunque sea el rey.
De inmediato, el tiempo se detuvo unos instantes.
Una pesada y sorda espera.
La débil reverberación de sus palabras se fue apagando lentamente.
Silencio.
Sus pensamientos volaron al día, semanas atrás, en que, yendo a visitar a dos tías suyas religiosas en un convento de Trujillo, perdió durante el camino, sin saber cómo ni porqué, los zapatos y las medias, y no dudó en proseguir el viaje descalza, a pesar de su corta edad. Llegada al monasterio de tal manera, al día siguiente, estando en el Coro de la iglesia, se presentó ante ella la imagen incorpórea pero nítida del mismísimo Cristo niño y supo entonces que su vida la encomendaría a su servicio.
Silencio.
Desde el episodio, alimentaba la llama de su temprana decisión rezando hasta altas horas de la noche, todas las noches, abandonando su cama con toda cautela para no despertar a su otra tía con la que vivía en Cáceres, y dirigiéndose a aquel palomar, en lo más escondido, reservado y oculto de la casa, en que ahora se encontraba esperando paciente una respuesta que no llegaba.
Silencio.
Pasados unos minutos, la niña bajó de nuevo los ojos, vuelta a la indiferencia por todo lo que sucediera a torno suyo, despejó sus recuerdos y prosiguió sus rezos, justo por donde habían sido interrumpidos.
El Cristo no volvió a pronunciar palabra aquella noche, pero no abandonaría en adelante a Leonor Bravo Berrocal, apareciéndosele con frecuencia y solicitando su penitencia hasta el último día de su vida en el mundo.
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