Un cacereño que vivió su particular locura fue Hernando de Castro, del que algunas crónicas narran que, a mediados del siglo XVI, todos los jueves santos, en la villa de Cáceres primero, y luego en la indiana Sain, la emprendía a cuchilladas con un crucifijo, y que por tales actos fue llevado, después de muerto, ante los tribunales de la Inquisición.
El tal Hernando de Castro era natural de la villa. Su padre, de igual nombre, era un portugués que casó con la cacereña Teresa de Figueroa, proveniente de familia hidalga por los cuatro costados, pero venida a menos. El matrimonio vivió con diversa suerte en Cáceres, donde tuvieron tres hijos, siendo primogénito el aludido.
Se consideraba hidalga la familia noble sin título. Frente a los hidalgos de nacimiento, los de privilegio y los de bragueta (aquellos que tenían siete hijos varones vivos con capacidad para servir al rey), los hidalgos por “los cuatro costados” debían probar que sus cuatro abuelos habían pertenecido a la Nobleza, para que no quedara duda de la sangre que fluía por sus venas. Éste es el origen de una conocida expresión, con la que se pretende dar por incuestionable que una persona es lo que afirma ser.
Los más cercanos empezaron a sospechar que algo extraño sucedía a nuestro protagonista y que se agravaba durante la Eucaristía que se celebraba cada Jueves Santo. Dicho día, una vez al año, permanecía ajeno a las miradas de cualquiera, encerrado a cal y canto en su aposento. Allí, pacientemente, se iba componiendo con los restos de una antigua e incompleta armadura familiar, deslustrada por el uso y el paso del tiempo, sin importarle el olor a rancio del acero o el de los sudores y orines. Sin ayuda alguna, iba vistiéndose con falda de loriga, de sobrebarriga, peto y hombreras, y quedaba finalmente dispuesto a iniciar la desigual batalla, que se libraba en su cabeza y…
Como si fuera don Quijote frente a los cueros de vino, echaba mano de su mandoble de acero, oxidado y mellado, y, con tal espada se encaminaba con pasos firmes, preso de inexplicable e incontrolable furia, a un crucifijo que se hallaba en un pequeño altar habilitado en una de las esquinas de la habitación y le mandaba cuchilladas por doquier. Golpes de todo grado terminaban con la madera hecha pedazos, y a nuestro personaje exhausto.
Este extraño oficio mantuvo en secreto cara a sus paisanos. Tan sólo era conocido por unos pocos y cercanos familiares, pues lo delataba los preparativos, el formidable ruido y el estado en que todo quedaba. Pero guardaban silencio ante el temor del término a que pudiera llevar la rareza, pues la consideraban de endemoniado y contraria a los dogmas de la Iglesia. Criados y esclavos eran alejados esas noches para garantizar el sello de lo que sucedía, no fueran siquiera despertados por el estrépito.
Hernando de Castro pasó, en 1535, a las Indias, buscando oficio y fortuna en compañía de su hermano Juan Fernández de Figueroa, a un territorio que Isabel de Portugal, esposa del entonces emperador Carlos I, ordenó se llamara reino de la Nueva Galicia, al norte de la antigua México-Tenochtitlan. Y allí, según se tiene noticia, prosiguió su ritual cada jueves santo, a horas en que podría andar la procesión.
Cuentan que una noche, aquella en que su secreto fue desvelado, los indios que tenía a su servicio escucharon los extraños ruidos que provenían de los aposentos de su señor, adonde acudieron en silencio, presos de una mezcla de terror y curiosidad.
– Estaba durmiendo – comentaría luego a quien quisiera escucharle, un tal Francisco, indio, que junto a Pedro y Juan, de su misma condición, fueron testigos de la escena – cuando me despertaron y me dijeron:
– Ven acá, compañero, veréis lo que hace este cristiano.
Llegaron los tres a la puerta, que hallaron cerrada a cal y canto. Mas por una hendidura que había en ella vieron al dicho Hernando de Castro sentado en una silla, de espaldas a sus miradas, leyendo un libro enorme durante un rato, en actitud tranquila, vestido, no obstante, como si de un momento a otro fuera llamado para la guerra.
En un instante, se levantó y se dirigió con paso firme a un altar que tenía puesto un poco lejos de donde estaba sentado, con unos espolones de hierro puestos en los codos, y otros hierros puestos en las rodillas. Frente a frente con el crucifijo, lo hizo pedazos en un santiamén, preso de una inexplicable furia. Finalizado el sinsentido, Hernando tornó a recoger y juntar los dichos pedazos, que volvió a poner en el altar.
– Esto vide e no más, porque fue tanto el miedo, que nos fuimos de allí espantados – declaró el indio ante la Inquisición algún tiempo después, cuando de los corrillos iniciales, la historia de lo que habían visto y oído comenzó a difundirse por aquellos territorios, adquiriendo el cacereño la fama que durante años había sorteado sobre su extraordinario proceder.
Enterado el santo Oficio, abrió proceso, del que no tuvo cuenta nuestro protagonista, pues hacía tiempo que había muerto.
Los sentenciados por los tribunales de la Inquisición, tanto los que morían bajo tortura en sus cárceles secretas, como aquellos a los que se les abría proceso después de muertos, sus cadáveres no eran entregados a las familias, sino que eran enterrados en cementerios cercanos o anexos a dichas cárceles. Condenados, para los autos de fe eran desenterrados, estuvieran como estuvieran, demacrados y con olor nauseabundo, y los sentaban sobre asnos junto a un pelele de cartón al que se le ponía el sambenito y un letrero con el nombre y pecado, para que las gentes los viesen. Luego, el sambenito se colgaba en la parroquia principal de la villa, en Cáceres la iglesia mayor de santa María, para perpetuar su infamia y la de todas sus generaciones. Éste fue el motivo por el que se inició proceso a Hernando de Castro aun muerto.
FOTO DE CABECERA: Cristo en el muro lateral del convento de san Pablo de Cáceres.
FUENTES:
HOYO, EUGENIO DEL. Historia del Nuevo Reino de León. 1577-1723. En colección “La Historia en la Ciudad del Conocimiento”.
VILLASEÑOR BORDES, RUBÉN. La Inquisición en la Nueva Galicia, siglo XVI. Recopilación y comentarios.
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