Sospechosa de haber realizado un pacto con el demonio fue la cacereña Catalina de Figueroa, quien nació y vivió en la villa a finales del siglo XVI. Esta mujer aparecía enteramente sana a los ojos de sus convecinos, pero de la noche a la mañana comenzó a relatar, a quien con ella se cruzara, los extraños sueños de que era objeto, a cual más vívido, tanto que los tenía por reales…
…¡o por proféticos!
O así lo llegó a pensar ella, quizás con el deseo de que fuera tomada por bendecida o santa.

El más maravilloso de todos ellos la mantuvo ensimismada durante muchas noches. Contaba cómo, estando en compañía de otras personas que habían muerto recientemente, una nube llegaba lentamente desde la lejanía, transportando un fabuloso toro, entre cuyos cuernos llevaba un crucifijo. El Cristo, ante su presencia, pedía entonces al animal que besase la mano de la Figueroa solicitando su bendición, a lo que se mostraba renuente el morlaco.
– ¡La bendición de Dios y mía hayáis! – finalmente concedía la interpelada, luego de mantener una conversación con el crucifijo.
Y recibida la dicha, el toro se iba tal cual había llegado a ella.
Visiones, o profecías, ciertamente extrañas que no pasaron desapercibidas para unas gentes supersticiosas, que en aquellos tiempos consideraban a este animal como símbolo de potencia viril, de fecundidad y procreación, y por la relación que atribuían a los cuernos del toro con la Luna y su influjo.
Locura, lujuria o blasfemia, pronto circularon por los mentideros rumores de que había realizado un pacto con el demonio. Otros la tomaron directamente por endemoniada, pues existía la creencia, influida por los dogmas eclesiásticos, que una de las señales por donde se sospechaba que alguno andaba poseído del demonio era tener sueños pesados y desacostumbrados.
– Superbia eorum qui te oderunt, assendit semper – se había escuchado más de una ocasión en los púlpitos de las iglesias.
Superbia eorum qui te oderunt, assendit semper, “el orgullo de los que os odian sigue creciendo”, era una severa admonición dirigida a quien tuviera visiones o revelaciones de cómo el demonio solía aparecer a muchos camuflado en la figura de Cristo, para que lo venerasen como a Dios.
Más allá de esta seria advertencia, Catalina de Figueroa pasó a la vecina ciudad de Plasencia. Allí, igualmente, reveló que, estando con dolencias en la garganta, todas las noches pasaban a su aposento para curarla san Cosme y san Damián, aquellos hermanos médicos cristianos que fueron, por orden del emperador romano Diocleciano en el año 300, encarcelados, torturados, quemados vivos y, como sobrevivieran a tales tormentos, finalmente separadas sus cabezas de los troncos.
En pleno éxtasis, comentaba que había empezado de nuevo a recibir la visita de muertos que acudían a ella en busca de perdón por sus pecados… ¡perdón que les concedía por mediación del mismo Dios!
Esto fue el colmo, y hasta cuatro mujeres que habían oído estas delirantes historias creyeron que estas revelaciones eran evidencia de ser obra del diablo, que se le aparecía con diferentes figuras y con quien había realizado un oscuro pacto. Creyéndolo así, decidieron al unísono denunciarla ante la Inquisición, siendo el año 1596.
Nunca más se supo de la cacereña Catalina de Figueroa, sometida a las torturas propias del Santo Oficio para que confesara su herejía o su pacto con el demonio; si libró su suerte o murió en las cárceles secretas.
FUENTES:
ARCHIVO HISTÓRICO NACIONAL (A.H.N.). Tribunal de la Inquisición de Llerena. Legajo 1988, expediente 50, causa 97.
HINOJAL SANTOS, JOSÉ LUIS. Magia y superstición en la vieja villa de Cáceres.
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