Cáceres en sus piedras

EJECUCIONES EN LA VIEJA VILLA II

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La ubicación de la Real Audiencia de Extremadura en Cáceres en 1790 insufló nuevos aires y ceremonias para la práctica de penas capitales, hasta el grado en que podemos afirmar que un siglo después, la villa sería una de las más pródigas en ejecuciones de toda España, pues se contaba en el grupo de cinco ciudades que contaba con verdugo a sueldo propio, aquí un tal Saturnino de León.

Por su cercanía, la plaza Mayor (de la Villa o de la Constitución) se erigió como escenario idóneo para levantar, los días de ejecución, el cadalso. La noche anterior, los carpinteros de la villa eran llamados para, en un tiempo récord, dejarlo listo a los pies de la torre del Reloj (hoy de Bujaco).

Las condenas letales fueron, en aquellos tiempos, por horca, la más usada hasta su prohibición en 1832; por garrote, que podía ser noble o vil, y cuya diferencia principal era la de llevar al ajusticiado en caballo o en bestia de carga; o por fusilamiento.

Al reo se le sacaba de la galera (así llamaban a las celdas) para trasladarlo a la capilla de la nueva cárcel de la Real Audiencia, donde se le leía la sentencia a muerte delante de un Cristo que presidía el espacio, un cuadro de un pintor de segundo rango llamado José Camarón Boronat que resultó ser una mala copia del Cristo de Velázquez. Pasados dos días, se le sacaba de dicha capilla e iniciaba el paseo de la infamia, que en Cáceres transitaba por la calle de san Benito o calleja de la Cárcel, la calle de la Audiencia (hoy de Muñoz Chaves), la calle Zapatería (Donoso Cortés) y finalmente la plaza. Iba atado montado en un burro, cuando no, como es el caso de María Rodríguez en 1807 o de Pedro Serrano en 1826, se les metía en un serón atado a la bestia y les llevaban arrastrados al patíbulo.

Durante el ahorcamiento, sobre las once de la mañana, y según se leía públicamente la sentencia, se iniciaba la Misa de la Paz, una liturgia especial que se oficiaba a espaldas del condenado en la ermita de la Paz mientras se le ponía la soga al cuello y el verdugo accionaba el mecanismo para dejar caer el cuerpo al aire. Aun contorsionándose terminaría la liturgia con el perdón de los pecados…

Y expuesto quedaba el cadáver hasta la tarde, en que se bajaba de la horca y se le ponía el hábito de san Francisco a modo de mortaja para llevarlo a enterrar al cementerio de la iglesia de Santiago. A los de cuerpo entero… y a los que quedaban como un amasijo de carnes y huesos luego de ser arrastrados sus cadáveres por las principales calles de Cáceres, como los casos referidos.

Los que morían impenitentes, al no poderlos enterrar dentro de recinto sagrado, los arrojaban desnudos en un agujero a modo de fosa que se había cavado en unos terrenos fronteros a aquel camposanto que los cacereños de entonces llamaban Corralito. Cuando no improvisando cualquier otro hoyo, como bien pudo suceder en 1813 con dos difuntos por horca, en la plaza Mayor, y que quedaron semanas después al descubierto tras unas fuertes lluvias que no impidieron que el hedor a carne pútrida se extendiese por la zona.

Otros eran ejecutados en paz con Dios, luego de pagar una bula de Difuntos para ello, pero terminado todo el proceso de ahorcamiento el verdugo les cortaba la cabeza y troceaba el cadáver en cuartos, para ser expuestos en los caminos por los que se hicieron famosas sus fechorías, a modo de intimidación para quienes pretendieran seguir sus pasos; a estos se les enterraba de cualquier manera cuando tales partes se habían podrido hasta resultar irreconocibles y ya no podían cumplir su fin pedagógico. Esto sucedió, igualmente en 1807, con los ajusticiados Felipe Claros de Sande y Esteban Rodríguez Jallón.

Y finalmente, los parricidas. Sus cuerpos se bajaban por la tarde del cadalso y se metían en un cestón junto a

un gallo,

una víbora,

un perro

y una mona.

Con tal acompañamiento, sus cadáveres eran arrojados al arroyo de la Madre para que allí escarmentaran y sufrieran la infamia. Uno se imagina a los animales padeciendo peor suerte que quien ya no sentiría la atrocidad… pero, en realidad, para la ocasión hubo de utilizarse sus figuras talladas en madera por un artesano cacereño, y éstas eran las que ocupaban sus puestos. ¡De dónde sacarían la mona…!, pensarían algunos.

Estas estatuillas, que costaron 15 reales, se hicieron con ocasión del ajusticiamiento del parricida Mateo Picado el 16 de febrero de 1837,

agarrotado primero

encubado después;

y se perdieron cuando dejaron de ser útiles para el motivo que fueron talladas…

Entrado el siglo XIX, solo cambió el escenario, pasando de ser la plaza Mayor a ocupar su protagonismo lo alto del cerro del Teso, que pasó a llamarse popularmente cerro del Rollo, pues allí se ubicó el rollo, una columna de piedra llamada igualmente de la vergüenza, donde se celebraban las condenas de azote, en la que se exhibían los cuartos, etc.

El rollo, y los cadalsos que se levantaban ex profeso a su amparo, estuvieron allí hasta que se decidió que en ese emplazamiento se levantara la plaza de Toros en 1846. A partir de entonces, todas estas espectaculares y trágicas ceremonias se celebraron en las cercanías de la ermita de santo Vito, próxima a la desembocadura del arroyo del Río Verde en el arroyo de la Madre.

 

FUENTES:

HURTADO PÉREZ, PUBLIO. Recuerdos cacereños del siglo XIX.

RODRÍGUEZ SÁNCHEZ, ÁNGEL. Morir en Extremadura (la muerte en la horca a finales del Antiguo Régimen, 1792-1909).

 

José Luis Hinojal Santos

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