– ¡Paren! ¡Paren inmediatamente!
Los obreros bajaron sus mazas y dejaron de aporrear el muro. El suelo estaba lleno de escombros y el aire que respiraban era, en esos momentos, una nube de polvo que se pegaba a sus ropas, a sus caras, a sus brazos desnudos, mezclándose con el sudor del trabajo. Desconocían el porqué de los gritos y de la urgencia en dejar la tarea, pero agradecieron el descanso, salieron de la habitación y cada cual aprovechó para sentarse en el patio del antiguo convento.
No pareciera importarles qué, pero los más permanecieron curiosos por un suceso que rompía su rutina diaria. Hacía un rato que tras la pared que estaban echando abajo se adivinaba una estancia inesperada, bastante estrecha; parecía terminar un par de metros más allá, según se iba atisbando tras la oscuridad rota por la brecha y el ambiente enrarecido.
Al poco, llegó de nuevo el encargado, acompañado de hombres bien vestidos y aseados, que dudaron en entrar y ensuciar sus limpios zapatos y chaquetas de paño negro, seguidos de alguaciles y otras personas que quedaron fuera, a la expectativa. El encargado señaló con el índice de su mano dirección a un punto concreto del interior del descubierto habitáculo y todos se aproximaron y dirigieron sus miradas hacia donde señalaba. Apenas veían por el polvo y la falta de luz, así que aquél encendió una mecha y los presentes entendieron entonces por qué se les había requerido.
Un esqueleto intacto, apenas maltratado por algún cascote que hubiera caído encima suyo durante la obra, yacía en el suelo. Parecía haber sido emparedado entre los muros incontables años atrás y… nada más.
A medida que cada uno se recuperaba del asombro, alguno de más edad recordó cierta historia, quizá leyenda, que circulaba acerca del convento de santo Domingo, de los tiempos en que ya no cumplía su función religiosa y fue delegación de la Hacienda española en el último tercio del siglo XIX… Rompió el silencio, balbuceando una breve sentencia:
– ¡Quizá sea el tesorero de la historia que contaban nuestros padres!
* * *
Los dominicos abandonaron su conventual de Cáceres en 1822, después de casi tres siglos de vida en la villa. Muchas celdas, cada vez en mayor número, permanecían cerradas y vacías por la disminución de votos y por las muchas vicisitudes que había sufrido últimamente el monasterio. Tras su salida, el edificio pasó a ser utilizado para otras necesidades, hasta que en 1873 muchas de sus dependencias acogieron a la delegación de la Hacienda española.
Durante su nuevo periplo sucedió cierto asunto tenebroso, que en una mediana población en la que no menudeaban precisamente los misterios, protagonizó rápidamente los chascarrillos tanto de reuniones como de encuentros casuales. Pronto, lo poco que se sabía de forma fehaciente adquirió, para dar más sustancia a lo sucedido en la opinión colectiva, tintes novelescos, añadiendo cada cual párrafos a la historia, la cual, de este modo, en algún momento perdió el hilo de los acontecimientos.
Uno de los tesoreros de la citada delegación, conocido por su afán cuasi obsesivo con su trabajo, había desaparecido de la noche a la mañana, sin que nadie supiera dar razón de paradero alguno en que pudiera encontrarse.
Era sabida, y proverbial diríamos, su dedicación, hasta el grado de pasar más horas de las razonables, no sólo diurnas, sino también nocturnas, ejerciendo las tareas propias de su cargo, cada vez más acuciado por la ingente llegada de dineros procedentes de impuestos y otras cargas.
Según contaban unos, que no por ello sabían de buena mano los hechos, una noche saltaron los muros del cercano corral del convento unos encapuchados y, desde allí, dieron fácilmente con el lugar donde se hallaban las arcas de la Hacienda con todo lo recaudado, que era mucho, mientras aún brillaba la luz en la dependencia donde el contador cuadraba las cuentas. Para añadir pimienta al suceso, más que de recaudación se hablaba de que eran auténticas monedas de oro lo que allí había.
¡Un auténtico tesoro! Eso fue lo que se llevaron los de la capucha, fueran reales o ficticios.
Pero a nadie se le escapó que desde esa misma noche, el tesorero igualmente desapareció, y por más que se buscó su persona, fue inútil: nunca más se supo de él. Y el del tesoro tampoco, por más pesquisas que se iniciaron teniendo por sospechoso a nuestro hombre.
El asunto fue quedando en el olvido, tanto de las autoridades, cansadas de dar palos de ciego, como de los amantes de los mentideros de la villa, una vez que exprimieron lo sucedido con un poco de realidad y un mucho de imaginación e invención sobre las ocultas cualidades de este ladrón de guante blanco que había engañado a todos con su porte trabajador, humilde y desinteresado. También ayudó a ello el aparatoso incendio que, años después en 1902, destruyó el ala donde se encontraba la delegación de Hacienda. En tal estado quedó el inmueble, sobre el que parecía haber caído la desgracia.
* * *
Pasadas unas décadas de todo aquello, nos encontramos en el momento en que comienza y finaliza nuestra historia, las obras de restauración del convento de 1936. Al derribar el famoso muro apareció… ¡un esqueleto humano completo!
Tras el comentario, los presentes, y con ellos rápidamente todo Cáceres, creyeron que aquel esqueleto era el del mancillado tesorero, y, al tiempo, rediseñaron el legendario bulo, o las conjeturas del extraño misterio, exculpándole de la fechoría, pues fue evidente que…
…en el camino de los encapuchados que unos en el pasado aventuraron como causantes, se cruzó el funcionario esa noche, que igual que muchas otras estaba realizando con celo su trabajo. Para evitar problemas, lo mataron y emparedaron y allí permaneció su cadáver hasta que se pudrió en el silencio y la oscuridad de una antigua celda mutilada por el infame muro. Solo quedaron, en memoria de todo el asunto y para atestiguar algún día la verdad,
‘ sus huesos;
‘ que, no obstante, bien pudieran ser el de cualquier fraile dominico que muriera en el convento siglos atrás. Pero esta otra lógica era menos extraordinaria.
Lo cierto es que, por mucho que se buscó de nuevo, no se halló nada del legendario tesoro.
FOTO DE CABECERA: Vista del convento de santo Domingo desde la calle Margallo.
FUENTES:
CORRALES GAITÁN, ALONSO JOSÉ ROMÁN. Aproximación a los tesoros escondidos en la provincia de Cáceres y Badajoz.
HINOJAL SANTOS, JOSÉ LUIS. Historias y leyendas de la vieja villa de Cáceres.
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