El presente relato fue galardonado con la Mención Específica en el IX Concurso de Cuentos y Leyendas de Cáceres. Premio Antonio Rubio Rojas.
Era el mayor alboroto que se recordaba en años.
Muchos años.
Tantos que ni siquiera los más viejos recordaban algo parecido, y no por falta de memoria.
Y lo que sucedió fue
— ¡En la casa de Dios!
¡Por Dios!
Al término del Miserere del oficio de Tinieblas, durante el acostumbrado terremoto simulado por los feligreses con sus carracas, gritos, palmas y pateos, se elevaron sobre el fenomenal ruido insultos, amenazas y empujones, que luego derivaron en manos, patadas y palos. Lo que empezaron cuatro o cinco en un rincón de la iglesia, al final se convirtió en una multitud de hombres peleando casi a ciegas por toda ella, entre la oscuridad reinante tras apagarse la última vela del tenebrario…
y por no pararse nadie a sopesar quién tenía enfrente, por si acaso antes de dar, recibía.
— ¡Fuera del templo, miserables! ¡Idos con el demonio a otra parte! –gritaba en vano el licenciado José Roldán, párroco de la iglesia de santa María, quien bien pudo haber recibido alguna andanada por equívoco si hubiera bajado del presbiterio para sacar a tanto hijo de Satanás de allí.
Hubo devotas que del puro miedo que les ocasionaba la multitudinaria riña, que apenas adivinaban a ver por cierto, al no poder salir al exterior por no cruzar por el lugar donde alcanzaba mayor virulencia la trifulca, vociferaban gritos de pánico que helaban la sangre. Algunas no pudieron resistir la impresión y cayeron desmayadas, con los ojos vueltos del revés.
Pareció que, efectivamente, ese Viernes Santo de 1893, en la iglesia de santa María de Cáceres, al finalizar el oficio de Tinieblas y el Sol escondido ya tras el horizonte,
¡el mismo demonio deambulaba por el interior del templo!
* * *
Como era costumbre, al Cristo Yacente lo depositaron, acabada la ceremonia y posterior procesión del Descendimiento, en un lateral de la iglesia de santa María. El sepulcro lo flanqueaban en todo momento la compañía de alabarderos. Sin embargo, en el interior del templo, la escena que presentaban estos hombres distaba de la que pudiera esperarse de la solemne tarea que tenían encomendada.
Aquí,
‘ alguno mostraba dificultad en mantenerse erguido y se tambaleaba agarrado torpemente a su alabarda.
Ahí,
‘ alguno, para evitar el balanceo de su cuerpo, cambiaba constantemente de postura y daba unos pasos de aquí allá para no caerse. Al menos, intentaba no alejarse del Cristo.
Allí,
‘ alguno directamente sentaba sus reales en un cercano banco a echar una cabezada.
— ¡Un año más, ebrios! ¡Es el último año de alabarderos y ganapanes! –comentaba don Francisco Polo, cura de san Mateo y director espiritual de la cofradía de la Soledad, a los hermanos cofrades presentes, todos ellos malhumorados y atemorizados por igual ante la posibilidad de algún nuevo altercado o, peor aún, indecencia.
La compañía de alabarderos eran hombres de toda condición que, por una costumbre inveterada, desde el domingo de Lázaro hasta el de Resurrección, se ocupaban de la vigilia del Cristo Yacente, popularmente conocido como del Peral por ser de esta madera de que estaba hecha la imagen. Se reclutaban por la dicha cofradía de quienes tenían fe, o de aquellos que deseaban cumplir una promesa hecha al calor de alguna desgracia:
sanar milagrosamente en apuros de enfermedad;
recoger buena cosecha en tiempos de sequía;
casar algún hijo de difícil acomodo, cuando no imbécil…
Llegado el caso, aquellos otros a los que no les vendría mal el ganarse unos dineros. A todos, lo único que les unía y conjuntaba malamente era el que debían portar unas alabardas de palo de madera y falso herraje de latón, por más ornato.
Pudiéramos decir que los tipos mantenían una actitud de custodia y respeto, durante los quince días de servicio, serios y firmes alrededor de la imagen, austero su comportamiento, pero,
con franqueza,
¡mentiríamos!
La compañía, mediado el siglo XIX, había ganado un merecido descrédito y peor reputación entre los vecinos, por la conducta licenciosa a la que se abandonaban en ocasiones después de ser elegidos. A la luz de los débiles cirios que velaban el sepulcro en la cripta de la ermita de la Soledad, los sucesivos retenes se agolpaban alrededor de odres de vino, que escanciaban con generosidad en sus estómagos, mientras las conversaciones de dudosa moralidad ganaban en tono. Y es que para aliviar las horas, largas y tediosas, se rendían al culto, no de quién custodiaban, sino de Dionisos, sin parar mientes que lo hacían en lugar sagrado.
En las procesiones de la cofradía, muy concurridas y de mucha devoción, flanqueaban a la virgen titular y, en el Descendimiento, también al cristo. Pero llegaban en tal estado a ellas,
‘ con sus caras y sus ojos enrojecidos por el abuso,
‘ su aliento etílico que alcanzaba varios metros en torno suyo,
‘ su andar zigzagueante
‘ y sus modales desinhibidos,
que, año sí y el siguiente aumentado, exhibían todo un repertorio de irreverencias, blasfemias y otras conductas indecentes que avergonzaban y espantaban a los asistentes, desde los más beatos a los más ocasionales, provocando de vez en cuando altercados.
Y de esa guisa, en peor estado que nunca, llegó la infame compañía aquel Viernes Santo de 1893 hasta la mismísima iglesia de santa María, en espera de la celebración del arrebatador oficio de Tinieblas.
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