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El muñidor regresó a la parroquia, cumplida su labor de hacer sonar la matraca por las calles avisando del comienzo de la liturgia. La chiquillería que se había formado a su paso y le había acompañado, se había quedado fuera con sus alegres y despreocupados gritos y el molesto runrún de sus carracas infantiles.
Los feligreses entraron en la iglesia, mirando rápidamente hacia el lado donde reposaba el Cristo Yacente,
un tanto por veneración
y otro tanto llamados por el espectáculo que ya protagonizaban los alabarderos.
A la hora de víspera, comenzó el oficio, con el tenebrario y sus quince velas por toda luz. El licenciado Roldán comenzó a recitar en latín salmo tras salmo, y al término de cada uno se apagaba una de las velas. Finalizado el decimoquinto, el Miserere, el interior de santa María quedó completamente a oscuras, coincidiendo con los últimos rayos de Sol apagándose en el horizonte.
Don José cerró entonces con fuerza el Misal, rompiendo el silencio y la expectación. La bancada de parroquianos, a la señal, empezó a proferir ininteligibles voces, patear el suelo, dar palmadas… simulando el terremoto que se produjo en el monte del Gólgota 1860 años antes.
Los excitados alabarderos utilizaron, para añadir su cosecha al ruido, lo que tenían más a mano: sus lanzas y espadas de madera, y comenzaron a entrechocarlas. Pero pronto, amparados en la oscuridad, las emplearon para apalear las tristes armaduras de lata de algunos compañeros.
Quizá de bromas.
Quizá de veras.
¡Quién sabe de cuentas pendientes!
De eso no quisieron pararse a entender los aporreados. Algunos se sintieron molidos a golpes sin motivo y, como era de esperar, respondieron. Es así que arreció una lluvia de palos e imprecaciones propia de la locura y éxtasis en que se hallaban estos adoradores del vino y la holganza.
Y lo dicho:
De las amenazas se pasó a los empujones.
De los palos a los puños y patadas.
Y entre las continuas imprecaciones se coló alguna que otra obscenidad y blasfemia.
— ¡Me cago en diez y en todos tus muertos!
— Vigila tú a tu mujer, que a saber con quién se está ganando ahora unos reales.
Para muchos, la expresión “¡me cago en diez!” era un modo de evitar decir “¡me cago en Dios!”, y no caer en blasfemia. Puede que algo de esto haya en esta época, pero en el origen de la expresión no encontramos estas pretensiones. Cuando Napoleón invadió España a principios del siglo XIX, distribuyó, como corresponde, a sus generales en los distintos territorios. En uno de ellos, el suroeste peninsular, la tarea recayó en el militar Jean François D’Huez, un tipo que pronto dio que hablar y a quien temer por su carácter y actitudes sanguinolentas. La pronunciación de su apellido en francés es parecido a diez, por lo que los españoles dejaron de imprecar a Dios y dirigir sus excrementos a tan singular y odiado personaje… quien, por cierto, dio nombre a uno de los puertos de montaña más conocidos por los aficionados al ciclismo: Alpe D’Huez.
El Marimanta le sacó el ojo izquierdo al Randa. El cabo de la compañía, un sujeto al que llamaban por familia el Gato, dejó de mediar en cuanto sintió que recibía golpes sin que nadie reparara en galones. El Caralápiz pronto dio con sus huesos en el frío suelo, partida en dos la lata que le servía de casco romano, al igual que su cabeza, de hacer caso al hilo de sangre que iba formándose en la losa cercana. Demetrio el Limpiabotas limpió esa noche las suyas en todo trasero que estuvo a su alcance…
He aquí, resumida, la escena:
Los hombres, alabarderos y pendencieros, enfrascados en la pelea.
Las mujeres intentando huir del aprieto, o desmayándose de la impresión al no poder hacerlo.
La chavalería, llamada por el escándalo, golpeando con palos y pies el cancel de la puerta del evangelio.
Los del relevo de alabarderos, más serenos que los que terminaban servicio imbuidos en tal refriega, subieron a la torre e hicieron repicar las campanas, soslayando la prohibición de hacerlo durante los días grandes de Semana Santa.
Los párrocos de santa María y de san Mateo, gritando airados hasta quedar sus voces roncas:
— ¡Este es el templo de Dios, ralea del demonio! ¡Fuera de aquí!
Y el demonio, si es que tuvo parte y no solo el mal espíritu de algunos hombres, frotándose las manos complacido aquel Viernes Santo de 1893, al término del oficio de Tinieblas con que se recordaba la muerte en la cruz de Jesús de Nazaret.
Con estos hechos, desapareció de escena la compañía de alabarderos de la cofradía de nuestra señora de la Soledad,
hartos los cofrades,
agotada su paciencia los vecinos
y estrechada la manga ancha del clero cacereño por sus frecuentes abusos y altercados.
El presente relato forma parte del libro:
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Fuentes:
HURTADO PÉREZ, PUBLIO. La parroquia de san Mateo de Cáceres y sus agregados.
IBARROLA MUÑOZ, JOSÉ. Cáceres del tiempo viejo. La ermita de la Soledad y lo que acaeció la tarde del Viernes Santo de 1893.
IBARROLA MUÑOZ, JOSÉ. Cáceres del tiempo viejo. El cacereño excelso, con Álvaro Gómez Becerra.
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