Cáceres en sus piedras

LA CASA DEL DUENDE I

 

Hubo en la villa de Cáceres una casa, que durante el siglo XIX se la conoció como del Duende. Ya no existe la que dio que hablar, y mucho, a lo largo de aquella centuria, pues se derribó comenzado el XX para construir otra en su solar, a comienzos de la calle Consolación según se bajaba del Potro de santa Clara.

La morada estuvo maldecida hasta su fin por los lugareños, y aunque llegó el día en que nadie sabía por qué, al pasar por delante de su puerta los más viejos escupían la suelo, sin tener cuenta de que hubiera una bica a la entrada y qué mal querían alejar de sí mismos con ello.

Algún forastero, espoleado por la curiosidad al escuchar nombrarla, preguntaba qué significaba eso del Duende, sospechando ingenuamente que podría ser vivienda de cantaor con talento o escenario en el imaginario popular de algún episodio extraño u oculto de su pasado.

– ¡Fue la casa de un miserable! – contestaba cualquier interpelado, escupiendo a continuación de forma despectiva, según la costumbre.

Ningún detalle más.

Pues los motivos del nombre se fueron olvidando con los años, y nadie sabía la respuesta, la historia o lo que quiera que fuese eso del Duende y del escupitajo con el que se pretendía alejar de sí el maleficio, si lo había.

Pero sí.

¡Duende hubo!

 

Calle de la Audiencia…

 

Una nublada y fría mañana de 1808, ajusticiaron en la plaza Mayor de Cáceres dos famosos bandoleros, a cuál más temible y odiado por las gentes de la alta Extremadura. Entre rapiñas, ambos habían llevado a más de un desgraciado a la sepultura.

El jueves 17 de noviembre, pasadas las diez, los sacaron de la capilla de la cárcel de la Real Audiencia de Extremadura, dictada su sentencia a morir en la horca, para infamarles antes de cumplir su destino, y para que todos supieran el suyo de emular sus fechorías.

Aquel día, el gentío congregado en las calles para asistir a la ejecución comenzó a gritar en cuanto asomaron los condenados por la puerta lateral del Tribunal, con voces que ensordecían por su violencia, y el miedo envalentonado de verlos con sus manos fuertemente sujetas con cuerdas.

– ¡Asesinos!

– ¡Perros!

Montados los reos de espaldas a lomos de sendas mulas, se hizo una comitiva encabezada por dos alguaciles que iban abriendo paso entre la muchedumbre. Tras ellos, caminaba imperturbable el infame verdugo, vestido de negro, cubierto su rostro, anónimo, envilecido, repugnado. Ante él, unos bajaban la vista y se persignaban; otros le imprecaban a gritos.

Seguía el pregonero, publicando en alta voz, elevada a duras penas entre el griterío, que los dos condenados iban a ser ahorcados:

– Esta es la justicia que manda hacer el rey nuestro Señor, – justicia de un rey advenedizo, José I de Bonaparte, usurpador francés, pero, aún así, justicia para dos miserables – y en su real nombre el gobernador y alcaldes del crimen de esta Real Audiencia en estos hombres, que han sido condenados con la pena ordinaria de muerte de horca, con la calidad de descuartizados y puestos sus cuartos en los caminos de Casatejada el del reo Juan Salinas, y en los de Cáceres el del reo Antonio Rubio.

” ¡Quien tal hace, que tal pague! – terminaba el pregón para iniciarlo de nuevo.


 

José Luis Hinojal Santos

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