Cáceres en sus piedras

LA CASA DEL DUENDE II

 

Sigue a La casa del Duende I

… plaza del Duque …

 

Detrás del pregonero, dispuestos en orden, alcaldes, alcaides de la cárcel y de la Real Audiencia y un escribano para tomar testimonio. Un sacerdote y cofrades de la Caridad franqueaban las dos mulas, que precedían el final de la comitiva, una guarnición de malditos soldados franceses a quienes nada les iba en este asunto, pero a quienes les habían ordenado que garantizasen que todo transcurriera como era costumbre española.

– ¡Canallas!

– ¡Ladrones! ¡Asesinos!

Asombró el porte de Juan Salinas, conocido en toda la alta Extremadura tanto por sus terribles fechorías como por ser en extremo alto, motivo por el que se le dio el nombre de Juan y medio. Tal cual estaba montado, con solo una túnica blanca cubriendo su cuerpo y una capucha que impedía verle la sanguinaria cara, daba respeto con todo a la soldadesca gala, y a alguno se le veía maravillado pensando en cuándo el tipo aquél estaba campando libremente por los montes, ejerciendo su innoble oficio,

‘ y cómo demonios le pudieron capturar.

 

… calle de Zapatería Vieja …

 

Pero en la villa era más conocido su compañero en la horca ese día y ominoso rival con el trabuco, Antonio Rubio. Era paisano, y conocía esas calles por las que había correteado de niño.

– ¡En mala hora engendraron al malaje en Cáceres!

Atrajo más la atención, los insultos, el miedo. Había recuerdos de él…

Unos y otros le conocían y le repudieron desde pequeño. Amigos no tuvo, pues pareció condenado desde la nacencia. Malquisto, travieso desde el momento en que destetó, en algún momento fue nombrado como el Duende, apodo que hizo honor a su vida,

‘ o él mismo quiso honrar el sobrenombre, pues gustó de ser temido, odiado y maldecido.

– ¡Maldita sea la madre que te parió, Duende! – y a su paso escupían al suelo de forma despectiva.

 

Plaza Mayor. Postal de 1939

 

… plaza Mayor.

 

El sacerdote, a pie de las escaleras que ascendían al cadalso, les pidió que se reconciliaran con Dios, que rezan con él tras besar el crucifijo.

– ¡Váyase al diablo! – le espetó Rubio. El otro, callado, o con su orgullo atravesado en el gaznate.

Miró el Duende impávido la horca. Sobre el castigo, observó abstraído unos kikas sobrevolando la torre del Reloj, mientras sonaba incansable la campana de la ermita de la Paz anunciando misa por el descanso de su alma y la de Juan Salinas. Por encima de las incansables aves, maldijo las nubes de un día sin lluvia que impedían ver más allá.

– ¡Váyase al diablo! – repitió para sí bajando la mirada al suelo, mientras el verdugo les conminaba a encontrarse ya con la horca.

Las campanas enmudecieron, expectantes.

Cuando los cuerpos no dieron señal alguna de vida, volvieron a sonar, esta vez siete toques de difunto

‘ por la muerte de dos hombres.

Por la muerte del Duende.

– Mandamos que persona alguna, de cualquier estado y calidad que fuere, sea osada a quitar de esta horca los cadáveres que se hallan pendientes de ella – leyó, alto e inteligible, el pregonero mientras la asistencia escupía al suelo y abandonaba a continuación la plaza, para volver al trabajo del día.

Los cadáveres, expuestos hasta la tarde para que todos los que los vieren se acordaran de la admonición del primer pregón:

– ¡Quien tal hace, que tal pague!

Entretanto el viento balanceaba los cuerpos sujetos por la soga, de la cercana ermita se escuchaba, como en la lejanía, un Miserere.

 

Fuentes consultadas:

HURTADO PÉREZ, PUBLIO. Recuerdos cacereños del siglo XIX.

MARCOS GUTIÉRREZ, JOSÉ. Práctica criminal de España. Tomo Primero.

RODRÍGUEZ SÁNCHEZ, ÁNGEL. Morir en Extremadura (la muerte en la horca a finales del Antiguo Régimen, 1792-1909).

 

José Luis Hinojal Santos

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