Cáceres en sus piedras

EL TESORO DE LA SIERRA DE LA MONTAÑA I

 

I

Alguien vio aquella mañana, poco antes de asomar el alba, a Juan de la Riva tomar camino hacia la solana de la Montaña, inusualmente ataviado de ropa jornalera y un viejo sombrero de paja de alas raídas. Aun su bien ganada fama de caprichoso y en ocasiones extravagante, resultó extraño, no obstante, verle en hora tempranera de esa guisa, aunque sería difícil aclarar si la rareza era por la hora, por la guisa o por ambas.

El hijo menor de el Arreglado, que frisaba por los treinta años de cómoda y almibarada vida, iba montado a lomos de una mula, portando azadón y pala junto a la alforja, lo que incrementó en el observador la idea de que algo extraordinario guardaba aquella conducta.

Nada más pudo o supo aportar a la concurrencia, solo que vio cómo animal y dueño desaparecían de su mirada yendo a paso tranquilo más allá de la fuente del Concejo.

En su opinión, que ya se sentía autorizado a darla,

‘ Juan de la Riva había enloquecido.

Como el comentario quedó apenas esbozado y con poca o ninguna sustancia, cara al grupo de curiosos que rodeaba al anterior retomó el hilo de la aventura un segundo tipo que acertó a ver al aludido cavar un hoyo en tierra de nadie, muy cerca de la fuente Fría, mientras la mula pastaba serena a su lado. También le pareció extraña la conducta, pues, enfrascado como estaba nuestro protagonista removiendo tierra y paleando, apenas levantó la mirada en respuesta a sus

– ¡Buenos días nos dé Dios, señor!

– ¡Buenos sean! – si por tales palabras podía traducirse el confuso gruñido de vuelta dado entre azada y azada.

“Cierto, seguro que está enajenado”, confirmó.

A partir de este momento el asunto se torció, porque aún de pura rara e intrigante la conducta no daría para hablar mucho más, ni siquiera lo hablado. Con un público en espera de algún porqué que aclarara el motivo, un tercero salió a la palestra, ya que recordó de pronto que había visto al señor en igual trabajo, pero, exaltado en la gloria qu ele confería la expectación buscada en los presentes, inició una discusión con el anterior ponente. Porfió que el interfecto no estaba cerca de la fuente Fría cavando un simple hoyo, sino más lejos, entrado el camino de la Bula, donde abría un auténtico boquete en el que demostraba maneras el burgués.

– A mucho me equivoco, pero parece abierto para enterrar cosa de mucho peso.

Ese mucho peso voló en el aire como un virus buscando huéspedes fáciles.

Quién, pensó que había negocio y dineros por medio tratándose de un de la Riva.

Quién, aceró la mirada por una aguda sospecha, imaginándose algún arca con cosa valiosa dentro.

Quién, el producto de un robo.

Quién, ideó un crimen y un cadáver.

En este orden, vino a sentenciar un último cantamañanas, recién llegado a un grupo dispuesto en palenque alrededor de aquellos gallos. Enterado del asunto que mantenía a todos en espera de un final, cualquiera que fuese, no dudó en levantar la voz para afirmar que los dos mentían, soliviantando aún más los ánimos. A Juan de la Riva le vio el nuevo interlocutor, cavando sin descanso varios formidables hoyos en lo alto de la ladera, a escasos metros del Calvario y que, a pesar de la hora y de que la noche era cerrada, llevaría al sitio a quien pusiera en duda su versión.

Con esta nueva aportación…

¡Demasiadas arcas eran las pensadas!

¡Demasiado robo!

¡Demasiados cadáveres!

Pero cada cual se fue para su casa, pues la hora era ya tardía, imaginando mucho y en claro nada.

 

José Luis Hinojal Santos

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