En 1446 era maestre de la orden de Alcántara don Gutierre de Sotomayor, un hombre
‘ aventajado,
‘ con prestigio
‘ reconocido por todos y por el rey de Castilla.
Buen estratega y guerrero, destacó igualmente por su desenfrenado ímpetu amoroso. Y no le importó en absoluto su condición de cogullado, con el obligado voto de castidad que tal condición exigía.
Los fines de la orden de Alcántara eran la defensa de la fe, el culto divino y la santificación personal. Los freyres o caballeros profesos, siguiendo la regla de san Benito, adquirían los votos de pobreza, obediencia y castidad.
¡Tuvo hasta quince hijos de distintas mujeres!
Al menos los que reconoció. Y si esto hizo fue por vanagloriarse en estos otros campos de batalla y por mejorar aún más su posición de poder mediante los interesados enlaces matrimoniales a los que obligó a sus vástagos, mediante los que entroncó con importantes linajes de la región.
En fin, estas lides rivalizaban en fama con su título y su destreza como soldado, y en cuanto sus pies pisaban las ciudades y villas extremeñas, la congoja se apoderaba de la nobleza del lugar, que se guardaba de exhibir esos días a sus doncellas e, incluso, a damas lozanas ya casadas.
En el invierno del referido año, el turno de sus devaneos tuvo como escenario la villa de Cáceres. Quiso como placentero premio a su descanso galantear y obtener los favores de una tal Jimena Álvarez, belleza local que, para añadirle gracia a sus deseos, era a la sazón esposa de un caballero próximo llamado Juan Alfonso Migolla, al que tenía en su séquito por ser pariente de Diego de Migolla, marido de una de sus hijas, Juana, ambos emparentados con la familia de los Ovando.
A la caza y captura del citado trofeo empeñó el ocio don Gutierre su estancia cacereña, adulando en cuanto tenía ocasión los oídos de la mujer, no regateando palabras ni maneras que lograsen vencer sus defensas. Y dicha tarea, por posición y no menos soberbia, no le importó realizar en público. ¡Era el maestre de la muy poderosa orden de Alcántara!
Alertado y agraviado por los abiertos y poco honrosos flirteos del innoble señor, entendió Juan Alfonso, el celoso marido, que su honor quedaba maltrecho y en mala boca de sus paisanos. Concertó con un primo de la cortejada, Juan de Saavedra, y con otro propio, Diego de Ovando, una difícil empresa: dar muerte en desagravio a Sotomayor, buscando ocasión en que pudieran salir airosos del trance en que les colocaría la acción. Y la ocasión se presentó inesperadamente una mañana fría y turbia de finales de año.
Don Gutierre, lógicamente ignorante de estas intenciones, les invitó, por su servil vasallaje, a pasar unos días en una dehesa cercana denominada Araya, con el ánimo de celebrar unas partidas de caza en la intimidad de compañía tan cercana y fiel.
Aprovechando la soledad del campo, los tres caballeros decidieron desairar el honor perdido del esposo y en un recodo apartado y discreto del terreno dieron término a sus deseos. Acometieron al ladrón de honras, alanceándole con un golpe tan fuerte y certero que traspasó ropas y dio con el maestre en tierra, inmóvil y, por tanto, a los ojos de los esperanzados asesinos, muerto.
¡Vengados, pues!
Su satisfacción dio paso al miedo ante el extraordinario suceso del que habían sido responsables, y ello les impidió tomar la más de las elementales provisiones, que es la de la certeza de lo ejecutado. Y esto fue causa de su perdición.
Don Gutierre, sospechoso de que lo gélido de la mañana impediría un mayor disfrute de la cacería, había decidido a última hora añadir a su traje de campo una ropa interior de pellejo cerrada que sirviera de mayor abrigo. Esta prevención, a la postre, impidió que la lanza alcanzase lugares vitales, si bien quedó desmayado del fenomenal golpe.
De esto nada sospecharon los concertados. Viéndolo sin dar señal, lo creyeron muerto y, acto seguido, huyeron lo más ligero que pudieron, en un principio sólo con el temor a las represalias de los amigos del maestre; mas luego en el pánico que les infudió la noticia de que era el propio muerto quien tomó conjura de la venganza, ocupándose en persona de la partida en su busca.
Juan de Saavedra y Diego de Ovando tomaron rumbo al noreste, decididos a poner fronteras por medio, pues Sotomayor tenía como amigo personal incluso al rey de Castilla. Encontraron refugio, el primero en la corte de navarra, de ahí su apodo posterior de el Navarro; y el segundo en la de Aragón, donde ganó posición y empezó a ser llamado Diego de Cáceres. Pudieron retornar a su villa natal años después, a la muerte cierta de Gutierre de Sotomayor.
Peor suerte deparó al ultrajado marido, pues eligió en mala hora el camino del sur, dirección a la ciudad de Sevilla, donde fue alcanzado y apresado por las huestes del odiado galanteador de su esposa.
Tras su captura, Migolla fue encadenado de pies y manos y llevado de tal forma en carreta por los duros caminos que conducían a la villa de Alcántara.
Allí suplicó al maestre que tomase cuenta de ser el causante de la ignominia que en su condición de esposo y hombre de honor habría sufrido de su deshonrosa acción, no obstante solicitando perdón con este y otros lastimeros ruegos.
Allí mandó el infame maestre ejecutar al desafortunado marido.
FOTO DE CABECERA: Torre de los Ovando o de las Cigüeñas.
HINOJAL SANTOS, JOSÉ LUIS. Historias y leyendas de la vieja villa de Cáceres.
TORRES Y TAPIA, ALONSO. Cronica de la orden de Alcántara. Tomo II.
Añadir comentario