Las piedras de la villa de Cáceres en ocasiones nos ofrecen fascinantes texturas y ángulos que sensibilizan y dirigen nuestra percepción, en una suerte de engaño, hacia la fantasía; y, desde ésta, a la escenificación de historias en las que realidad y mito conviven. Las creencias y supersticiones de las gentes aprovechan estas imágenes, que reciben el nombre técnico de pareidolias, para crear relatos extraordinarios, y dar sentido de esta manera a su extraña e inquietante presencia.
La pareidolia es un fenómeno psicológico que afecta a nuestra percepción, engañando nuestros sentidos. Un estímulo ambiguo, como una imagen, adquiere en nuestro cerebro por error una forma humana, de animal o de cualquier cosa reconocible.
De varios de estos efectos o pareidolias podemos disfrutar en la zona monumental, los más conocidos de los cuales son una piedra que recuerda la figura de un oso blanco, en la calle de san Pablo, y otra, la que nos ocupará en adelante, en el adarve del obispo Álvarez de Castro.
Sobresale ésta última, pareciera que angustiosamente, del lienzo de muralla, junto a un vano con el dintel y los laterales blanqueados. El efecto aparece cuando nos situamos próximos a la puerta trasera del palacio del Obispado y dirigimos, con paciencia, nuestra mirada al lugar indicado, a poco más de un metro del suelo.
Se nos muestra semejando el perfil de una cara, con saliente barbilla, nariz pequeña y achatada, ojo triste con prominente ceja y frente despejada. Dicen que algunos inviernos especialmente húmedos, este trozo del muro cacereño se llena de un fino musgo de atractivo verde, que a esta piedra en concreto la vista a modo de barba, potenciando sus rasgos… ¡cuasi-humanos!
Lo llaman el Cristo de la Muralla.
Y alrededor de él se han entretejido leyendas, relatos extraordinarios que se han apropiado de sucesos grabados en la conciencia colectiva a modo de estampas cuya sola mención produce un doloroso recuerdo.
Un conocido cronista cacereño me comentó hace años, en un grato y didáctico paseo, que mucho fue el dolor que Cáceres padeció un día de verano del 37, el 23 de julio, en el que el sinsentido de la Guerra Civil española llegó a la ciudad en forma de un inesperado bombardeo. Dejó tras sí un rastro de más de una treintena de muertos en el barrio de Abajo de la villa intramuros, siendo la plaza de santa María la que sufrió el principal castigo. Escenas de dolor a las que fue sensible este Cristo, dejándonos para siempre una mueca de horror y tristeza, recuerdo permanente de la sinrazón humana, que se rebeló, de esta manera, al silencio que las autoridades de la época decidieron sobre lo que se vivió en esas calles aquella lejana mañana.
No sería la única leyenda relacionada con este Cristo de la Muralla que ha llegado a nosotros. También pueden oírse historias que nos remontan a bastantes siglos atrás…
Cuentan que hubo tiempos en los que el robo o el levantar la mano al señor eran duramente castigados. Especialmente cuando un criado o un esclavo eran acusados de tales acciones, el dueño solicitaba del Concejo amparo y justicia. Podía disponer el castigo que mejor proveyese a su ánimo, siendo el más común la amputación de mano, normalmente la derecha; en casos graves, el Fuero de Cáceres era inflexible:
– Enforquenlo (ahórquenlo).
A lo único que estaba obligado el señor era a no levantar un juramento falso, en cuyo caso, el castigo por ello sería su propia mutilación de… ¡media cabeza!
Era el Andador del Concejo, un funcionario poco conocido de la Edad Media, a quien le correspondía hacer cumplir dichos castigos; era persona emocionalmente preparada para infligir esas severas y cruentas penas corporales, lo mismo que recurrir a la tortura para lograr confesiones en caso que fuera necesario.
Para librarse de la amputación de mano, los acusados y condenados por robo podían satisfacer una multa, para lo que se les emplazaba a hacerlo en nueve días. Como criados y esclavos no tenían recursos, y como cualquier vecino en tal aprieto querían conservar la mano en su lugar, se hicieron frecuentes las ordalías.
Con la ordalía o juicio de Dios se evitaban castigos corporales e, incluso, la pena de muerte. La más frecuente era hacer caminar, con los pies desnudos, al acusado sobre nueve rejas de arado puestas al rojo vivo y esperar unos días para averiguar si las plantas de sus pies seguían sanas, en cuyo caso sería absuelto. Otra habitual era arrojar al condenado a un río con una piedra de grandes dimensiones atada al cuello, considerándose inocente a los ojos de Dios sin conseguía salir del agua.
En el Cáceres medieval, un tipo especial de ordalía fue el realizar trabajos forzados en el arreglo y refuerzo de la muralla, lo que era una tarea en extremo dura y próxima a la extenuación, que muchos no fueron capaces de soportar, quedando sus vidas ligadas para siempre a sus piedras.
Cuentan que el Cristo inmortaliza este dolor, impotente ante las muchas injusticias a que eran sometidos tales criados.
FOTO DE CABECERA: Piedra saliente del lienzo de muralla del adarve Álvarez de Castro.
FUENTE:
HINOJAL SANTOS, JOSÉ LUIS. Historias y leyendas de la vieja villa de Cáceres.
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