María Gómez murió postrada en su lecho, de una fiebre tan maliciosa que, en breve, le privó de la vida.
Sus últimas horas fueron de un horrible sufrimiento. Un intenso dolor le recorrió la espalda y el pecho, en un cuerpo maltrecho señalado por infinitos puntos rojizos en la piel, las pintas, que delataban la corrupción y putrefacción de la sangre. Sentía cómo la cara le ardía y de su boca se precipitaba una inquietante respiración, exhalando fuego y vomitando esputos sanguinolentos. Sus ojos, desencajados focos del espanto, se desviaban débiles y enfermizos a sus tres hijas, que yacían en iguales condiciones a su lado, inmóviles y balbuceando murmullos apenas audibles ya. En su último aliento, suplicó a su marido, un impotente Martín Guerra, que cuidase de las niñas, todas ellas en sus primeros y únicos años de vida.
Los delirios y las convulsiones se apoderaron de María Gómez antes de morir, y le ahorraron el postrer e infinito dolor de ver cómo sus retoños cumplían un fatal destino ese mismo día.
Martín Guerra enterró a su familia el 6 de diciembre de 1557, en el cementerio de la iglesia de san Juan. Con estas cuatro muertes, solo este camposanto, uno de los cuatro de la villa, contaba con cerca de doscientos nuevos inquilinos en los dos últimos años, todos ellos superados por la misma tragedia.
Las pintas, enfermedad causada por Dios, justísimo vengador de todos los males, se los había llevado en un soplo de tiempo…
La fiebre punticular que cruelmente, por toda aquella comarca de Lusitania, que Extremadura (como si dijéramos más allá del Duero) se llama, por aquel entonces hacía estragos, y a la que unos dicen Pulicaris (de las pulgas), otros Lenticularis (de la lenteja), algunos Pulgón, la mayor parte Tabardillo y Tabardete, y entre nuestro vulgo se conoce con el nombre de Pintas. Estracto de “De la fiebre epidémica y nueva, en latín punticular, vulgarmente tabardillo y pintas”, de Luis de Toro.
El trienio 1556 a 1558 fueron años difíciles, para toda España y Extremadura, pero especialmente intensos y dramáticos en la vieja villa de Cáceres. Segó la vida de cientos de cacereños, gentes humildes la mayoría, que no entendían los motivos del castigo de Dios.
Los que guardaban esperanzas de sobrevivir al castigo, solicitaron piadosamente la intercesión divina. No había, por aquel entonces, otra imagen sus suscitara el fervor y la confianza popular en mediar por la protección de la villa. Así que acudieron en masa ante un extraño y magnífico crucifijo que se hallaba en el hoy desaparecido beaterio, y más tarde convento, de santa María de Jesús, al lado de la iglesia de igual nombre.
¡El Santo Crucifijo!
Como “Cristo Negro” se conoce este crucifijo desde hace relativamente poco tiempo. Las menciones históricas a él son generalmente como el Santo Crucifijo de santa María. Es a partir de la recuperación de la devoción y del paso penitencial de Semana Santa a mediados de los ochenta del pasado siglo, cuando se comienza a usar la nueva denominación.
Un cristo de talla oscura al que todos veneraban, pero, al igual, temían extraordinariamente. Según contaban sus abuelos, había estado presente en el juramento que prestó la reina de feliz recuerdo, Isabel la Católica, a su llegada a Cáceres, cerca de un siglo antes, en el momento en que juró respetar los fueros de la villa. También lo veían frente a los reos el día que los ajusticiaban en la plaza de santa María.
Lo honraban tradicionalmente en la fiesta de la Invención de la santa Cruz, los tres de mayo, y, desde mediados del siglo XVI, en el primer domingo siguiente a esta fecha…
El recuerdo perdió la memoria de cuándo este Santo Crucifijo de santa María llegó a Cáceres, a mediados del siglo XIV. Unas tradiciones dicen que los templarios de la lejana villa portuguesa de Tomar dieron orden de tallarlo. Otras, que fue un judío quien la esculpió de madera traída del norte de África.
El investigador Antonio Javier Corrales Gaitán, a través de un estudio mencionado recientemente en prensa acerca de la madera con la que fue tallado el Cristo Negro, aventura que es posible que sea de Iroko, un árbol que se encuentra en Etiopía, venerado como sagrado por culturas indígenas que tienen la creencia de que en él habitan espíritus, y que aquellos que los ven se vuelven locos y mueren al poco tiempo.
En aquellos terribles años del azote de la fiebre punticular, el pueblo acudió ante el Santo Crucifijo a implorar intercediese por su salvación. Fueron días en que la imagen salió en procesiones silenciosas. A su paso, todos se arrodillaban, y hubieron quienes seguían la penitencia andando de rodillas tras ella por las calles, en sus rogativas particulares.
Asimismo, los asistentes desviaban la mirada hacia el suelo; nadie osaba cruzarla con la venerada madera, pues creían en los mitos y en las historias que se contaban de que aquel que la mirase o tocase, sería cegado si se hallaba en pecado o caería fulminado tras un doloroso, terrible y corto trance que acabaría con su muerte.
En el convento de santa María de Jesús, las monjas solicitaban en sus oraciones que acabara el sufrimiento de familias enteras. Cientos de devotos las acompañaron, colocando un mar de velas a los pies del Cristo Negro, tantas que tuvieron que traer de las aldeas vecinas, e incluso de Salamanca. Muchos creen hoy que el Cristo es negro del humo de las velas que se encendieron y aún se encienden bajo el crucifijo.
Tras la epidemia de la fiebre punticular, que el vulgo llamaba pintas, se inició la costumbre de sacar el Cristo en épocas de sequía, e igualmente en las epidemias que asolaban el Cáceres salido del Medievo.
Enlace a las entradas de la serie LEYENDAS DEL CRISTO NEGRO aquí.
FOTO DE CABECERA: Grabado sobre las pintas.
CORRALES GAITÁN, ALONSO J. R. Historia y curiosidades de la santa Hermandad del Cristo Negro (de Cáceres).
CORRALES GAITÁN, ANTONIO JAVIER. Mención de su estudio sobre la madera del Cristo Negro en el artículo “Más misterio para el famoso Cristo Negro de Cáceres” firmado por Sergio Lorenzo para el diario Hoy.
HINOJAL SANTOS, JOSÉ LUIS. Magia y superstición en la vieja villa de Cáceres.
RODRÍGUEZ SÁNCHEZ, ÁNGEL. La fiebre punticular y sus efectos en Cáceres entre 1556 y 1574.
TORO, LUIS DE. De la fiebre epidémica y nueva, en latín punticular, vulgarmente tabardillo y pintas.
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