El Alcázar, que coronaba orgulloso la colina en que se hallaba Hizn Qazris, no había sido derribado. La fortaleza había pasado finalmente, luego de muchos años de interminables y fallidos asedios, de manos musulmanas a las leonesas del rey Alfonso IX el 23 de abril de 1229. Las jornadas siguientes a la victoria cristiana fueron un canto a la muerte, al saqueo, violaciones… Las mezquitas fueron deshonradas y borradas del mapa, y el terreno sobre el que se alzaban se cristianizó con las primeras iglesias, santa María sobre la popular de la Medina, y san Mateo sobre la más señorial que servía a la fe del Qaid, su familia y su guardia, en el Albacar.
Pero, el Alcázar…
El leonés no ordenó su derribo. Antes al contrario, debía servir a los nuevos intereses reales, pues Cáceres era plaza de frontera contra los musulmanes, aún no dominados, y contra otros cristianos, pues al este Castilla y al oeste Portugal eran reinos que pugnaban igualmente por hacerse con territorios conquistados por el de León.

A ello se unía la levantisca, orgullosa y recia nobleza asentada en la naciente población cristiana, dividida a poco de la conquista en dos bandos enfrentados: el leonés, o bando de arriba, y el castellano, o bando de abajo. Muy pronto dieron muestras de aspirar a la supremacía de la villa, haciendo uso de las armas en no pocas ocasiones.
El fabuloso Alcázar, solitario y en lugar estratégico, dominaba imponente el recinto amurallado en lo alto de la colina. Se hizo, pues, pieza de codicia de unos y otros, símbolo como era de poder y de rango. Para evitar que favoreciera a nadie y sirviera a los intereses del reino, se nombró un alcaide que salvaguardase su neutralidad en aquellas disputas.
El primero fue Pedro Fernández de Saavedra, pero luego cupo este derecho, que se hizo hereditario, a la familia de los Gil, en la persona de don Gil Alonso, un caballero que vivió en la segunda mitad del siglo XIII, respetado y considerado por todos, que se reputaba nieto del rey conquistador.
El linaje de los Gil fue principal en la villa de Cáceres en los primeros siglos cristianos, y se cuenta que eran descendientes del propio Alfonso IX y de los amores que mantuvo, luego de la anulación de su matrimonio con doña Berenguela, con una dama portuguesa de nombre Teresa Gil de Soverosa. Con ella, el rey tuvo cuatro hijos: Sancha, María, Martín y Urraca. Sólo María tuvo descendencia, pero sus hijos tomaron el apellido Suárez, perdiéndose la línea.
Pasados los años, en 1367, seguían ocupando tan digno cargo, con una notable neutralidad y honradez, dos miembros de esta parentela, al parecer tío y sobrino, alcaide el primero y ayudante en esos menesteres el segundo. Los enfrentados bandos locales habían tomado partido en la guerra fratricida que en el reino de Castilla mantenían el rey Pedro I, llamado el Cruel por sus enemigos y el Justiciero por sus partidarios, y el aspirante al trono su hermanastro Enrique, conde de Trastamara, luego Enrique II. En la villa de Cáceres, los primeros estaban acaudillados por Gómez Tello; entre los segundos se contaban los Giles, que apenas participaban en la refriega, pues habían jurado mantener el Alcázar ajeno a la cruenta división de sus vecinos, no usándolo para auxiliar a una u otra bandería, ni entregarlo a nadie.
Así las cosas, aprovechando una tregua de los castellanos, el celoso y pendenciero Gómez Tello, deseoso de ganar el favor de su rey y obtener una ilegítima preeminencia entre los suyos, mandó una embajada al monarca para persuadirle de la toma del Alcázar cacereño y de las ventajas que ello supondría para su causa, omitiendo el juramento que todos los caballeros, suyos y contrarios, habían realizado de mantenerlo alejado de sus aspiraciones parciales.
Se avino a ello Pedro I, y un día del citado 1367 se presentó, con el grueso de sus tropas, en Cáceres. Mas, ante las puertas de la fortaleza sus pretensiones se cruzaron con los orgullosos y nobles Giles.
– Entregadme estas fuertes piedras, so pena de mandar separar vuestras cabezas del cuerpo de oponer resistencia. Si os avenís a mi causa, no dudéis que seréis recompensados.
En aquellos tiempos, la honra y el honor eran resultado de una forma de vivir y de comportarse, y como fuera que los caballeros habían jurado defender con sus personas el baluarte, el alcaide y su sobrino, que dentro estaban, respondieron al temido rey:
– No podemos hacer tal cosa, ni vos, señor, sois parte para tomar posesión de este Alcázar, pues estamos obligados a cumplir la condición con que fuimos nombrados alcaides del mismo, y en tal condición nos tienen y confían los caballeros y demás hombres buenos de Cáceres. No rendimos, y nuestra vida está en su defensa.
Sorprendido por la feroz respuesta, mostró una muy sentida admiración por el pundonor y honor que mostraban los defensores de la plaza, muy diferente a la del delator y traicionero Tello que a su derecha se encontraba. Mas era el rey, en palabras de sus enemigos el Cruel, empeñada su palabra, las razones esgrimidas por los dos caballeros que tenía enfrente de su numerosa tropa no podía dejar de castigarlas sin menoscabo de su poder. No atendiendo al valor mostrado, entró por la fuerza en el Alcázar, y vanos fueron los intentos de los Giles de evitarlo.
Apresados éstos, Pedro I los mandó degollar, tal como había proclamado, ante las mismas puertas de la fortaleza obtenida, y cortadas sus cabezas las ordenó empalar y colocar en lugar público, para conocimiento de todos, partidarios y enemigos.
FUENTES:
BOXOYO, SIMÓN BENITO. Noticias históricas de Cáceres y Monumentos de la antigüedad que conserva.
HINOJAL SANTOS, JOSÉ LUIS. Historias y leyendas de la vieja villa de Cáceres.
HURTADO PÉREZ, PUBLIO. Ayuntamiento y familias cacerenses.
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