Sigue a El regüeldo del fraile I
II
El transporte llegó a las afueras de Cáceres tras unos días de incómodo y agotador viaje, procedente de Madrid. Era uno de esos carruajes llamados galeras aceleradas, en las que al poco, para amenizar y hacer más llevadero el trayecto, los compañeros de camino terminaban por trabar una interesada amistad y contarse anécdotas de todo tipo con que aliviar al menos las ocho jornadas en que estarían juntos compartiendo las estrecheces del sitio y los olores humanos ocasionados por el calor y la fatiga.
El cochero levantó desde el pescante la palanca de frenos y cuando se hubo parado, los viajeros fueron saliendo lentamente, estirando articulaciones y quejándose de unos huesos descolocados aquí y allí por el constante traqueteo.
La Guardia rural les esperaba en el puente de san Blas, paso obligado para adentrarse en la villa de Cáceres, y someterles a un breve interrogatorio. Eran tiempos de creciente descontento con la reina Isabel I y últimamente por la pertinaz sequía que había acabado por provocar una escasez de productos básicos como el pan. No se deseaba la entrada de instigadores ni gente violenta…
De todos los que bajaron llamó la atención al instante un hombre de voluminosa anchura, más bien bajo que alto debido a sus cortas piernas y la resta de ser, además, cuellicorto, quizá esto último motivado por la presión que durante unos cuarenta años había ejercido una desmedida cabeza.
– ¿Y vos…? – preguntó el guardia rural con la carabina lista para cualquier aprieto, mirando incrédulo la semblanza del personaje.
– Soy el padre Raspilla, señor. Portugués y, como puede observar, hombre de religión – respondió de modo grave el aludido embutido en un polvoriento y sudoroso hábito blanco con escapulario marrón, que denotaba su pertenencia a la orden de los Jerónimos -. Pasaré unos días en esta villa para descansar, y luego continuar camino a mi patria.
Pasada la revista sin novedad a cada uno, dieron permiso a todos para subir de nuevo al carruaje y ocupar sus asientos. Ya por calles, en unos minutos llegarían a la de Barrionuevo, parada final.
Mientras veían alejarse la diligencia, uno de los guardias empezó a conversar con los pocos vecinos que curiosos se habían acercado a observar a los llegados. Y los chascarrillos que siguieron se centraron en el padre Raspilla, pues alguno, suspicaz y malintencionado, insinuó lo inverosímil que parecía el hábito para las hechuras y porte del pretendido fraile. Así, los presentes fueron convenciéndose, a medida que los comentarios avanzaban aviesamente, de que
‘ el hábito era en verdad disfraz,
‘ y el monje, ¡un espía!
III
El regidor del Ayuntamiento, Eusebio Gandarias, llegó sofocado, por el calor y por las contenidas emociones que le acompañaban, al Círculo de la Concordia, en el palacio de Godoy, en el que unos amigos estaban charlando airadamente de los derroteros por los que transitaban la nación y la monarquía. Sin parecer importarle la cuestión, les interrumpió bruscamente con la noticia que había llegado a sus oídos de que un espía, que pretendía pasar desapercibido portando un disfraz de monje jerónimo, habían entrado en la villa, comisionado seguramente por sus paisanos en el exilio, Gonzalo de Carvajal y Antonio Hurtado el Cúquilis, conocidos carlistas.
Los presentes, alarmados en diverso grado por las nuevas, se dividieron entre quienes no las daban crédito y los que mostraban cierta prevención por una posible refriega. La discusión generó un clímax donde las voces exaltadas impedían que unos escucharan los argumentos de otros, si es que existían tales argumentos ante lo que era, en todo caso, un rumor. Toda giraba en torno a si se sabía de evidencias de que el maldito fraile lo era o no, más allá del hábito.

En lo más álgido del debate y de los normales regateos semánticos de los oradores, alguno ya solicitando que el religioso fuera inmediatamente ajusticiado, se hizo escuchar el abogado Tomás Santibáñez, quien hasta entonces no había participado por impedírselo su incipiente sordera.
Santibáñez, un hombre señalado por su extravagancia en el vestir, pues usaba un costal por bufanda, un sombrero de paja que nunca se quitaba de la cabeza y zapatos blancos, eran respetado, no obstante, por su buen juicio y erudición, a lo que había que añadir un verbo fluido, una especie de piquito de oro con el que había ganado la mayoría de los pleitos a los que se había enfrentado. De un tiempo a esta parte, había caído en desgracia, a causa de su progresiva pérdida de oído.
Entre el vocerío de sus amistades, había entendido palabras sueltas:
– …monje…
– …disfraz…
– …espía carlista…
Y otras pocas con las que enfocó sabiamente el verdadero problema del asunto. E ideó, mientras guardaba silencio observando las caras acaloradas, una forma con la que dilucidar si el tal fraile estaba de paso o con el ánimo de recabar información valiosa para la causa de los enemigos de la reina. Así, en cuanto lo tuvo claro, mandó callar a la concurrencia y les expuso el ardid.
Todos aplaudieron el ingenio y decidieron que mal no harían por ponerlo en práctica.
Continuará
Hola José Luis,
En primer lugar comentarte que me ha encantado tu relato. Te seguiré con atención desde ahora.
Me ha llamado la atención la foto que has puesto de fondo en este relato ya que es la fachada de la casa de mis padres en Cáceres
Un saludo
Hola Javier:
Gracias por tus palabras. Del relato queda aún la tercera y última parte, que por supuesto te invito a estar pendiente para cuando la publique. La casa del fondo es el escenario donde se produjo el suceso que motivó todos los comentarios que vinieron después de aquel lejano día de 1868, que por entonces pertenecía al marqués de Castro Serna, digamos uno de los personajes más pudientes de la época. Tiene que ser extraordinadinario vivir en un lugar con tanta historia y tanta vida como tuvo desde el siglo XIX.
Un saludo.
No tenía idea de que esa historia sucedió en mi casa. Será un placer enseñártela el día que quieras y que me puedas contar todos los detalles de los que disponga. Para mi ha sido un privilegio crecer en esa casa
Un abrazo
Javier
Muchísimas gracias, Javier, por la invitación y por tus palabras. Desde luego pienso que debe estar orgulloso de vivir en una casa con tanta historia y tan bella.
Un abrazo igual.
José Luis
José Luis,
no dejes de decirme cuando publicarás la continuación de esta historia que es formidable. En paralelo ya me estoy leyendo tu libro relativo a las historias y leyendas en la villa de Caceres (el otro también estoy detrás de hacerme con el). Verdaderamente sería un placer invitarte a tomar un café en casa. Estemos en contacto o si te parece, envíame un email a la dirección que te envoi más abajo y tratemos de cerrar un día. Un saludo
Gracias, Javier. Espero que el libro te resulte interesante. El de Magia y Superstición creo que en algunos sitios está agotado, aunque los hay que tienen algunos ejemplares aún. En cuanto a la historia del fraile, al día siguiente de la segunda parte, colgué la tercera y última, que es la que se desarrolla precisamente en la Huerta del Conde. Es un episodio muy curioso que fue muy comentado y exagerado en su época, hasta el punto de que parte de la información la saqué de un artículo de periódico de 1929, que recordaba el hecho.
Estaría encantado de tomar un café y charlar. Ahora mismo me es prácticamente imposible, pero estamos en contacto si te parece.
Un abrazo.